PRIMER PREMIO XXIII CONCURSO DE RELATOS «VÍCTOR CHAMORRO»
Al salir de la curva, a Paco le pareció ver a alguien apoyado en uno de los olivos que había a la vera de la carretera. Se detuvo un instante y luego tiró levemente del ramal de la mula y continuó avanzado. De repente, vio la brasa de un cigarro. A medida que iba acercándose, la inconfundible estampa del cañón de un fusil saliendo por detrás del hombro de una persona con tricornio, disipó cualquier duda: se había dado de bruces con la pareja de la Guardia Civil. Cuando se aproximó un poco más, vio que al lado del guardia, apoyado en el tronco del olivo, había otro fusil. Paco observó cómo desde la parte derecha de la finca se acercaba su compañero ajustándose los pantalones, recogía el fusil y los dos se plantaban en mitad de la carretera.
—Parece que se madruga —le dijo uno de los guardias.
—Sí señor. Ya se sabe: a quien madruga…—contestó Paco.
—Buena reata trae usté —dijo el otro guardia mientras señalaba las tres mulas que iban atadas por los ronzales.
—Cántaras para Córdoba, que hay mucha necesidad de ellas y las pagan bien.
Las cántaras iban sobre las albardas de las mulas, en unos arneses, de forma que cada mula podía llevar casi veinte cántaras entre las grandes y las pequeñas. Toda la carga iba atada con unas cuerdas de esparto que enlazaban las piezas por las asas para evitar que pudieran caerse.
—Pues ya sabe que nosotros tenemos la obligación de inspeccionar la mercancía. Así que, habrá que ir desmontando los bultos.
— ¡Hombre!, y no hay otra forma de arreglarlo —dijo Paco—. Mire que llevo prisa y, además, en un rato el sol empezará a apretar y me gustaría estar ya fuera del camino. Si no se me ofenden, ahí tengo una botella de mistela y, con mucho gusto, yo se la ofrecería a ustedes para aliviarles el Servicio.
— ¡Oiga, me esta usté faltando! —le gritó uno de los guardias.
Paco se quedó callado. Mientras tanto, el otro guardia rodeaba la reata pasando la mano sobre las cántaras, tentando las cuerdas de esparto, comprobando que estaban sólidamente anudadas; y dirigiéndose a su compañero le dijo:
—Juan también tiene razón este señor. Además, no parece que sea una mala persona, y en la carga no se ve nada raro. Y si el hombre quiere tener un detalle…; claro que, ya puestos, mejor serían dos botellas, y así nos podríamos llevar una cada uno.
Y sin darle tiempo a responder, Paco se apresuró a decir:
—Pues que sean dos botellas.
Una hora después, Paco entró en Córdoba por el Puente Romano. Evitando las calles principales llegó hasta la plaza de la Corredera y se metió en uno de los callejones que daban al mercado. Cuando llegó frente a la casa, un grupo de muchachos estaba jugando delante del portón. Al ver a Paco tirando de la reata de mulas, uno de los chicos entró en el patio y comenzó a llamar a voces a su madre:
— ¡Madre, Madre! Ha llegao el tío Paco.
Sin esperar respuesta, el muchacho levantó los pestillos que fijaban la pesada puerta al suelo, y empujó primero una de las hojas y luego la otra. Paco soltó las mulas y le dijo al chico que las tuviera del ronzal, no quería entrar con toda la reata a la vez por si alguna de las mulas se espantaba y golpeaba las cántaras contra el dintel. Una vez que tuvo a todas las mulas en el interior del patio, las ató a unas herraduras que sobresalían de la pared.
Por una de las esquinas del corredor de la primera planta se asomó Maruja, que saludó a Paco con una sonrisa:
—Dichosos los ojos…
Maruja tenía treinta años. Era una mujer muy hermosa; tenía el pelo y los ojos negros y unas hechuras que, al decir de los hombres del barrio, «quitaban el sentío». Era viuda. A su marido lo mataron en el frente, cuando la guerra, y ella se había quedado embarazada de Miguel, el muchacho que ahora correteaba alrededor de las mulas y que estaba poniendo nervioso a Paco, que terminó por reprenderlo:
— ¡Miguel! no te arrimes a las caballerías por detrás; sobre todo a esa mula rubia, que te tengo dicho que es un animal con muy mala sombra.
Luego, dirigiéndose a Maruja, le dijo:
—Anda, mujer, baja y me ayudas a aviar todo esto, que hoy traigo mucho género.
Paco fue desatando las primeras cántaras y las alineó pegadas a la pared. Luego apartó las que venían debajo —que eran claramente más pesadas—, y las puso sobre una mesa grande que había en una esquina del patio. Maruja empezó a sacar unos fardeles de tela del interior de las cántaras y a llevárselos al zaguán. Una vez descargadas las mulas, Paco retiró de cada una de las albardas una tira de cuero que fijaba los bordes, y de su interior fue extrayendo unos saquetes más pequeños.
El calor empezaba a apretar. Paco se acercó al pozo que había en el patio y sacó un poco de agua; llenó el cazo y bebió con avidez. Se había hecho casi la hora de comer. Una chiquilla morena, como de trece o catorce años, se asomó al zaguán y le dijo:
—Don Francisco, que dice doña María que deje ya eso, y que pase usté, que ya está la mesa puesta.
—Ahora voy, chiquilla. Avío los animales y me entro.
A Rocío, la muchacha que había llamado a Paco, la había recogido Maruja de la calle, donde vagabundeaba al final de la guerra. Un día, cuando regresaba de misa, la encontró en una esquina tiritando de frío. Le preguntó qué le pasaba, pero la niña apenas tenía fuerzas para hablar, así que Maruja le echó el mantón encima y se la llevó a casa. La bañó, le dio un tazón de sopa caliente y la metió en una cama con sábanas limpias. ¡Casi dos días estuvo durmiendo la niña! Cuando se levantó y Maruja le preguntó por sus padres o sus parientes, la niña no supo —o no quiso— decirle nada. Se acordaba de su nombre: Rocío, y de poco más. Maruja preguntó a las vecinas del barrio, pero nadie supo darle razón. Habló con el cura de la parroquia para ver si la podía meter en el orfanato, pero el cura le dijo que estaba muy difícil, que tenían preferencia los huérfanos de guerra, y sin saber de dónde venía la niña… Maruja se cansó de indagar y pensó que «donde comen dos, comen tres». Desde entonces, vivía con ella y con su hijo Miguel.
Paco rebañó el cuenco con la cuchara y miró a Maruja, que le sirvió lo último que quedaba en el dornillo, al tiempo que le decía:
—Hay que ver qué mano tiene esta niña con el salmorejo.
—Favor que usté me hace, don Francisco —le respondió Rocío.
—Niña, lo digo en serio: no hay salmorejo que se le iguale en toda Córdoba.
— ¡Eso!, tú dale aires, que es lo que le hace falta a esta mocosa —le dijo Maruja.
Maruja quería a Rocío como a una hija, pero la educaba con mano de hierro; sobre todo desde que era mocita y se le habían empezado a poner hechuras de mujer, y ella veía como la miraban los hombres cuando la acompañaba a misa o al mercado.
—Don Francisco, le he abierto un poquito la ventana de la habitación para que esté fresquita, por si se quiere echar usté la siesta —dijo Rocío.
—Gracias hija. Sí, subiré a acostarme un rato, porque me he echao a la carretera a eso de las cuatro y estoy molío.
Cuando terminó la frase, Paco le lanzó una mirada cómplice a Maruja. Ella sonrió, e hizo como si no se diera por aludida. Se levantó de la mesa y se puso a retirar los platos, pero Rocío la interrumpió:
—Acuéstese usté también un ratito, doña María, que hoy hace mucha calor. Ya recojo yo, y avío los cacharros en un periquete.
Paco sintió abrirse la puerta de la alcoba y, en la penumbra, adivinó la silueta de Maruja que entró, cerró la puerta y se desnudó. Dejó la ropa sobre el baúl que había a los pies de la cama y luego se acostó a su lado. No se dijeron nada: se amaron en silencio y luego, al final, Paco le preguntó:
— Maruja ¿tú crees que la niña sabe…?
— ¡Tú eres tonto, Paco! Que ya es una mujer. ¡Claro que lo sabe!
—Pues, a lo mejor deberíamos hacer algo. Porque estar así…
— ¿Algo de qué?, Paco. Ya lo hemos hablao más veces: si me caso pierdo la pensión de viuda de guerra, y eso ¡ni hablar!
—Pero, mujer, con lo que yo saco podría manteneros a los tres.
—Paco lo tuyo es pan para hoy y hambre para mañana. Eso sin contar con que cualquier día te enchironan los Civiles. Mira, yo se lo he confesao a don Serafín, y él dice que si no damos escándalo, que lo entiende, que sabe que tú eres un buen hombre y que me quieres por lo derecho.
— ¡Don Serafín! ¡Acabáramos! Ese cura es más rojo que la muleta de Manolete: ¡ése qué te va a decir!, si se libró de milagro de que lo llevaran al paredón cuando entraron los nacionales.
—Pues a mí me apaña; así que, ya sabes lo que hay, y si no te gusta: puerta —le respondió Maruja simulando estar enfurruñada.
—Venga, no te pongas así, mujer, que te pones muy fea cuando te enfadas.
Esa tarde, Miguel recorrió el barrio anunciando que había género en casa de Maruja. Llamaba a las puertas de las clientas habituales y decía:
—Que dice mi madre que se pase usté a recoger la ropa cuando quiera.
Era el código que anunciaba que Paco había sorteado los controles y pasado la mercancía de estraperlo.
El negocio no estaba exento de riesgos, ya que los de Comisaría General de Abastecimientos y Transportes de Córdoba estaban ojo avizor para detener a los estraperlistas. El mandamás era don Ramón, un hombre bien plantado y que, al decir de las mujeres, no era feo. Se apoyaba en un bastón por culpa de una cojera que él achacaba a una herida de guerra, aunque las malas leguas decían que se había pegado un tiro para que lo mandaran a casa porque andaba algo justo de atributos en la entrepierna.
Ramón bebía los vientos por Maruja. Una tía suya era algo pariente del que había sido su marido y, cuando algún domingo la invitaba a tomar café, Ramón siempre acababa apareciendo por casa de su tía.
— ¡Maruja, qué casualidad! En usté venía yo pensando —le dijo Ramón fingiendo sorpresa al tiempo que le tomaba la mano para besarla.
—Don Ramón con la de preocupaciones que tiene que tener en la cabeza ¿venía pensando en mí?
—Es que me han llegao rumores…, mala gente, que habla lo que no sabe.
—Eso es verdad, don Ramón, que si alguno se mordiera la lengua, se envenenaba. Y ¿qué dice la gente?, si se puede saber.
—Ya ve usté, que en su casa se vende mercancía de estraperlo.
— ¡Jesús, Jesús! —dijo la tía de Ramón mientras se santiguaba.
—Pues nada, don Ramón, eso se arregla pronto. Cuando quiera me manda a los guardias y que pongan la casa patas arriba.
— ¡Mujer!, no querría yo llegar a tanto. Además, de una cosa así, siendo familia, me ocuparía yo personalmente.
Maruja vio venir la saeta. Pero, en el fondo, no le disgustaba el galanteo de Ramón, así que le siguió el juego:
—Lo dicho, don Ramón, para servir a Dios y a España, allí me encontrará.
Y quedaron en que se pasaría al día siguiente, por la mañana.
El día en cuestión era lunes, así que Maruja no vio peligro en que el comisario pasara por su casa. Había despachado ya todo el género y Paco no llegaría hasta el martes.
Ramón llegó puntual y solo. En la puerta jugaba el mismo grupo de chiquillos de siempre. Pero, esta vez, Miguel no entró a avisar a su madre. Se quedó mirando un momento a Ramón, y luego siguió a lo suyo con los compañeros de juego. El ruido metálico del picaporte de bronce resonó en el patio y Rocío se acercó a abrir la puerta. Le dio los buenos días a Ramón, que preguntó por «Doña María», y lo invitó a pasar y a aguardar un momento mientras la avisaba. Maruja había prevenido a Rocío de la visita, y la había aleccionado para que no metiera la pata. A los pocos segundos Maruja apareció por la puerta del zaguán: estaba preciosa, con una bata fresca de verano, el pelo recogido en un moño y el escote justo para que Ramón perdiera la compostura nada más verla.
—Don Ramón, ¡qué puntual!
—Está usté bellísima, Maruja.
—No sea zalamero, y pase dentro, que en nada se nos echa encima la calor y aquí no hay quien pare.
El domingo anterior, por la tarde, Paco estaba en la taberna, en el pueblo de Bujalance, cuando se acercó su compadre y le dijo que había oído a los guardias hablar de que el martes iban a hacer una redada, que había habido un chivatazo y sabían que por la carretera del Puente Viejo se estaba pasando mercancía de estraperlo. Paco tenía ya la carga preparada, y no era cosa de echarlo todo a perder, así que decidió adelantar un día el viaje a Córdoba.
Miguel sintió un ruido familiar que venía del fondo de la calle. Se giró y vio la reata de mulas y a Paco tirando del ronzal de la mula Rubia. Entró en el patio y se fue en busca de Rocío. Cuando le contó lo que pasaba, Rocío se tapó la boca con las manos y ahogó un grito. Al llegar al portón a Paco le extraño que Miguel no estuviera esperándolo, pero luego cayó en la cuenta de que era lunes. Ató las mulas en la calle, y, cuando iba abrir, sintió un grito que venía de la parte del zaguán. Paco entró en el patio y se alargó hasta la puerta de la casa. Sobre el aparador vio un sombrero de hombre y un bastón apoyado en la pared. Por la escalera del corredor bajaban Rocío y Miguel con la cara descompuesta:
— ¡Váyase usté enseguida, don Francisco, que están aquí los de Abastecimientos registrándolo to!
Pero Paco sintió otro grito, y esta vez no le cupo ninguna duda: era Maruja la que gritaba. Se lanzó con rapidez a la parte de atrás del zaguán y entró en una de las despensas. Maruja estaba tendida en el suelo. Un hombre le tapaba la boca con la mano e intentaba forzarla. Paco sacó la navaja y, al abrir la hoja, el ruido inconfundible de los muelles hizo volverse al hombre que estaba sobre Maruja, que trató de ponerse en pie. Paco no dijo una sola palabra. Se le echó encima y le clavó la navaja en las tripas al tiempo que lo apretaba contra él. Después, lo giró, le levantó la barbilla, y lo degolló. Ramón cayó como un saco, y se quedó encogido en el suelo chorreando sangre.
Miguel, sentado sobre el brocal del pozo, contemplaba cómo los guardias se llevaban esposado a don Francisco. Rocío no paraba de llorar y su madre llevaba toda la mañana en la sala con dos señores del juzgado. Fuera, en la calle, seguían las tres mulas con su carga de cántaras.
—Fin—
Un comentario
Una historia muy bien contada. La descripción de los personajes y el ambiente histórico, con el recurso del estraperlo para subsistir, muy logrado. La verdad es que se lee de un tirón y mantiene la tensión narrativa desde el principio hasta el final. Incluso el título, que rompe la lógica, da que pensar al lector que, pese a todo, el relato contiene alguna metáfora. Te felicito, Luis. Me ha encantado.