Ayer domingo, en lo de Évole, volvieron a abofetearnos con la segunda parte del triste espectáculo de ver a Miguel Bosé haciendo el ridículo. Y ni tan siquiera eso, porque hay ridículos que, si se hacen con estilo, con gracia, pues sonríes y ya está.
Las personas que están expuestas a los MCS, tienen muchas posibilidades de meter la pata y quedar en ridículo: no se puede estar sembrao las veinticuatro horas del día. Además, los que trabajan en el mundo del espectáculo, precisamente por representar en ocasiones situaciones grotescas, las suelen manejar bien, y no les cuesta rectificar y reconocer una actitud risible o extravagante. Deberían aprender de ellos los políticos, educados desde pequeñitos (políticamente hablando) en sostenella y no enmendalla, y que como las tropas bien adiestradas no retroceden jamás: mandan media vuelta y siguen “avanzando”.
Ayer, la mirada de Bosé era, seguramente, como la que debió ver Sancho cuando bautizó a su Señor como “El caballero de la triste figura”. Una mirada como de orate que acaba de regresar del ayuno en el desierto, y que daba un poco de pena, la verdad; pero así es la vida.
Y mira que siempre he estado en contra de esa especie de absolución social que muchos otorgan gratuitamente a los que militan en el mundo del famoseo, disculpando las acciones (algunas muy graves), que no disculparían en ciudadanos corrientes y molientes. Pero ayer, sus afirmaciones y/o negaciones, eran tan disparatadas que creo, sinceramente, que no merece la pena hacer sangre, porque es más que evidente que bien, lo que se dice bien, no está.