Mar 11 agosto 2020
EL EMIGRANTE
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“Cuando salí de mi tierra
volví la cara llorando
porque lo que más quería
atrás me lo iba dejando”.

Mi abuelo materno era a migo de Juanito Valderrama. Su amistad venía del tiempo en el que mi familia tenía una posada en Montoro y los artistas de la época (años 40) recalaban en ella durante sus giras.

Cuando yo tenía cinco o seis años, Juanito Valderrama vino a cantar a Avilés, al teatro Ráfaga. Recuerdo que al terminar la actuación, mis abuelos fueron al camerino a saludarlo, y el propuso que esperasen a que se cambiara para ir a tomar una copa. Mi abuelo declinó el ofrecimiento y me puso a mí como excusa.

Seguramente aquella noche cantó la copla de El emigrante, uno de sus mayores éxitos. Cuentan que cuando en una ocasión la cantó en El Pardo, a Franco le gustó mucho y le dijo que era una canción muy bonita. Probablemente no supo ver lo que había de verdad detrás de aquellos versos: la amargura del destierro.

La costumbre de desterrar, como pena, responde a un pensamiento bastante simple: no puede hacer daño, o molestar, lo que no está cerca. Por otra parte, el desterrado carga con un estigma ya que es rechazado por su propio grupo, por “los suyos”.

La historia de las naciones europeas durante los siglos XVII y XVIII, está jalonada de destierros penales en masa hacia las colonias. Delincuentes de todo tipo eran desterrados y su improbable regreso se castigaba con la muerte. Por cierto, la costumbre norteamericana de narrar historias en las que personajes marginales terminan salvando al mundo al sacrificarse demostrando valores morales que se supone que no deberían tener por su “condición”, arranca de ahí; películas como Doce del patíbulo, o Armagedón son buenos ejemplos, aunque hay muchas otras ya que es un estándar muy utilizado. Pero al abandono de la patria sin que medie destierro penal, no lo  llamamos destierro si no  exilio.

Hoy el rey emérito, ¿se ha exiliado o lo han desterrado? Buena pregunta. España está dividida, de esa forma tan nuestra, entre toristas y toreristas. Y los tertulianos en los platós salivan como el perro de Paulov al escuchar el sonido de la campana que les anuncia que la carnaza está servida.

 

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