¿A quién quieres más: a papá o a mamá? Esta sencilla pregunta nos situó, cuando aún éramos pequeñajos, frente a nuestro primer posicionamiento en la vida. Fue nuestra primera decisión seria. Probablemente nosotros intentamos abstenernos, pero alguno de los presentes dijo aquello de: “a los dos por igual ¿a qué sí?” Y nosotros, dejándonos conducir mansamente, asentimos con la cabeza porque casi no habíamos aprendido todavía a hablar. Nuestros padres sonrieron y comenzamos a intuir los problemas que se derivaban de tener que elegir bando, máxime cuando, como en ese caso, nosotros no perseguíamos ningún objetivo, y eran otros los que nos forzaban a tomar una decisión.
Elegir y forzarnos a elegir, se convirtió a partir de entonces en algo cotidiano. Elegíamos a los amigos, la ropa que nos queríamos poner, el peinado que queríamos llevar, la música que queríamos escuchar. Elegíamos a donde ir y que ver. Elegíamos Coca o Pepsi y dulce o salado. Elegíamos a la persona que nos gustaba y cambiábamos esa elección muchas veces, porque en la adolescencia, ya se sabe, los amores no suelen superar las dos o tres semanas.
Todas esas elecciones no eran excluyentes; o no demasiado. Eran la mejor opción para nosotros, pero sin descartar las bondades de las que habíamos rechazado y que otros pudieran haber elegido. Nos permitían de alguna manera seguir teniendo la posibilidad de cambiar.
Un día, de repente, cumplimos dieciocho años y nos convocaron a nuestra primera decisión política oficial. El sistema era teóricamente perfecto: los ciudadanos deciden, otorgando su voto, al partido que creen que mejor representa sus intereses. El que más votos acumule gana y forma gobierno: ¡Perfecto!
Así que en la línea de lo aprendido intentamos decidir sobre la base de la opción con la que más nos identificábamos, admitiendo que en otras podía haber también ideas aprovechables. Sin embargo, alguien nos explicó (amablemente) que eso no era posible, que en política (como en el fútbol) el posicionamiento es siempre radical, y que la elección comportaba no solo rigidez, sino inmovilidad. Y que la opción elegida implicaba siempre antagonismo con las demás opciones.
Hoy, elegir en política se ha convertido en algo molesto. Máxime cuando ningún resultado es completamente apetecible y hace ya tiempo que practicamos aquello de optar por lo menos malo (porque bueno no encontrábamos nada). Dicen los politólogos que las mayorías absolutas no son buenas por lo del “rodillo”, y la contrapartida, los pactos, son las minorías condicionando las decisiones de gobiernos débiles. Seguimos con una circunscripción provincial que, en privado, sus señorías reconocen obsoleta y poco representativa de la realidad, pero que no somos capaces de cambiar. Seguimos también sin limitar los mandatos a dos periodos – ocho años en el caso de España – cosa que cualquier demócrata estima imprescindible para que se airee el poder. Y es que al poder le gusta lo cerrado, ventilar lo justo y que no haya demasiada luz; y a veces hasta se mosquea con los plumillas porque en lugar de dedicarse a copiar y reproducir, se dedican a investigar y publicar e incluso, en el colmo de los colmos, a dar su opinión ¡parece mentira!