EL FRACASO DEL ESTADO

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Digo estado y no gobierno, porque no creo que ningún otro gobierno hubiese sido capaz de gestionar mejor la Crisis; por supuesto cada quien es muy libre de situar su nivel de ingenuidad donde quiera.

Las necesidades de los ciudadanos han ido por delante de la “maquinaria” del estado en todo lo relacionado con la actual crisis y sus consecuencias. Da igual que hablemos de la atención sanitaria, de las medidas de atención social o de contención del desastre económico. La única palabra que define hoy a la Administración Pública es: colapso. Ingreso Mínimo Vital, Erte (Por cierto, no estaría mal que los comunicadores – al menos ellos – , eliminaran la ese final al pronunciar el acrónimo), Atención Primaria y, en fin, cualquier otra relación que a usted se le ocurra con la Administración, siempre se encontraran con un mensaje que repite como un mantra: “En este momento todas nuestra líneas están ocupadas. Inténtelo de nuevo más tarde”. Y el ciudadano lo intenta, una y otra vez, porque todos nos creímos aquello de la sociedad digitalizada y pensamos: si puedo pedir una pizza a las tres de la mañana, por medio de una App, ¿cómo no voy a poder gestionar la Pensión por internet? Pues no.

Esto revela – y no es baladí – que hay una disfunción grave en como gobernantes y gobernados entendemos eso de la gobernanza; y que lleva, por ejemplo, a algo que al menos a mí me parece insólito: que se pueda acusar al ciudadano (del grupo que sea: jóvenes, mayores, niños etc.) como estrategia, de ser el responsable de propagar el virus por no cumplir las normas, y quedarse tan ancho.

La norma, cuando se dicta, lo primero que debe comprobar el que la dicta, es que se puede cumplir y luego vigilar que se cumpla. Y no es que  yo disculpe a los irresponsables: ¡claro que los hay!, pero esas actitudes provienen de  esa forma tan particular en la que entendemos por debajo del paralelo 40º la relación con el estado.

En España hablar de gobiernos es hablar de las élites. Y salvo anécdotas (algún “escamisao” de vez en cuando  para darle color a la paella), asumimos que los de arriba deben de estar Arriba y los de abajo…pues eso.  Esa desconfianza hacia los que nos dirigen, hace que dudemos, por norma, de sus capacidades y de sus verdaderas intenciones. Así, en esa dinámica perversa, interpretamos que transgredir – o no cumplir exactamente – las normas, es siempre un pecado venial, ya que ejemplo de las élites es, mayoritariamente, nefando.

Pero no todo está perdido. En España siempre hay un reducto inexpugnable en el que cualquier gobierno se puede encastillar y tornarse invulnerable: el guerracivilismo; y cuando parece que todo está perdido, se saca a la bicha de su jaula y todo pasa a un segundo plano.

 

Solo por probar, habría que ver, de la actual población que habita en el solar hispano, cuántos son capaces de exponer con un mínimo de rigor histórico, lo que fue la Guerra Civil del 36-39. (Me gusta poner la fecha porque parece que es la única guerra civil que nos hemos autoinflingido). Y cuando hablo de rigor no me refiero a una tesis doctoral, por más que las tesis hoy día estén algo cuestionadas. No. Cuatro datos de los del Bachiller tardofranquista (con perdón). Por las calles de nuestro país circulan hoy día gentes que, ni saben lo que fue la Guerra Civil, ni les importa en absoluto. Los que sí lo sabían, y precisamente porque lo sabían, se pusieron de acuerdo para superarlo, fueron los que forjaron el hoy denostado Espíritu del 78. Todos eran conscientes de lo que ambos bandos habían hecho o dejado de hacer durante la guerra y la posguerra. Por eso pactaron: ¡por eso!

Pero el relato lo es todo. Mi generación creció silbándole a Toro sentado y vitoreando, en aquellos cines de sesión continua, al Séptimo de Caballería. Sé que hoy es difícil de creer, pero recuerdo con nitidez la algarabía que se desataba en el cine (golpeteo de pies sobre la madera del piso, incluido) cuando en el último minuto, antes de que la chica cayera bajo el inclemente cuchillo del “piel roja”, sonaba la corneta y aparecía a galope tendido el John Wayne de turno, con el ala del sombrero doblada hacia atrás. En descargo de los guionistas, debo decir que una flecha india acababa siempre con la vida del corneta. A mí me sacó de aquello una magnifica novela que se titula Enterrad mi corazón en Wounded Knee, de Dee Brown, que he leído y releído varias veces. ¿Quién sacará a las próximas generaciones del permanente cine de sesión continua en el que hemos convertido a la sociedad?

 

 

 

 

 

 

 

 

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