En esa invasión (soterrada e imparable) de la Lengua que sufre nuestra posmodernidad, me encontré el otro día con un término que me intrigó: el paltering; de una forma sencilla podríamos decir que el paltering describe el hecho de mentir sobre la base de un hecho cierto. Nada nuevo, por otra parte, pues ya el Infante don Juan Manuel, en el siglo XIII, en su libro El Conde Lucanor, pone en boca de Patronio que hay tres clases de mentiras: mentira sencilla, mentira doble y la peor de todas, la mentira triple: aquella en la que el mentiroso engaña diciendo la verdad: o sea el paltering. Esta forma de mentir se sustancia en que, ante una pregunta, al contar un hecho cierto, evitamos responder con una mentira, pero sin contestar a la pregunta.
Desde un punto de vista sociocultural la mentira arraiga en nosotros desde la infancia. Que una persona mienta no demuestra sino que tiene la capacidad de adaptarse a la complejidad del medio social; por eso aunque castigamos a los niños por mentir, ellos ven como en su entorno las personas mienten. Enseñamos, pues, a los niños a mentir y a aceptar mentiras: Los Reyes Magos, las hadas, los duendes, el pajarito que nos cuenta sus trastadas…, trasmitiendo, en definitiva, un mensaje de utilidad asociado a la mentira. Como padres educamos a nuestros hijos en la mentira y ellos lógicamente nos emulan.
Pero no sólo mentimos las personas. En sentido estricto miente la naturaleza entera. Mienten las plantas para defenderse; mienten los animales cambiando su aspecto, su color, y cuanto más inteligente es el animal, más miente; quizá por eso nosotros estamos en la parte más alta de la escala de mentirosos. Según el antropólogo alemán Volker Sommer, en su libro Elogio de la mentira: engaño y autoengaño en hombres y otros animales (1995), dice que la mentira, el engaño y el autoengaño son consustanciales no solo a la vida humana, sino a la vida biológica en general. También el español José Carlos Bermejo, en esa misma línea, escribe en su libro La consagración de la mentira (2012) que, para poder sobrevivir en la naturaleza, las plantas adoptan formas y colores que las hacen menos visibles ante algunos animales, y que todos los seres vivos desde los unicelulares hasta el hombre en su lucha por la supervivencia desarrollan estrategias de ocultamiento y engaño ante sus posibles depredadores o ante sus presas.
La vida del ser humano – en la civilización judeo-cristiana- comenzó con una mentira, que la cultura patriarcal puso en boca de la mujer, prometiendo, precisamente, un beneficio. Y como nunca podemos dejar de analizar estas cosas, pues hay quien hace estudios sobre si mienten más los hombres o las mujeres. Por lo que he podido leer la diferencia estadística no es relevante; aunque sí lo son los motivos por lo que los sexos mienten. En el caso de los varones parece que solemos buscar siempre una cierta ventaja o beneficio en la mentira. Las mujeres, sin embargo, mienten más con un cierto sentido de protección, en el que está por medio el sentimiento (lo que desautorizaría la tesis bíblica).
Robert Feldman, psicólogo de la Universidad de Massachusetts, afirma que cuando las personas sienten que su autoestima se ve amenazada, empiezan a mentir. Coincide en eso con Derek Wood, director del Get Mental Help EE.UU., que sostiene que los seres humanos mentimos principalmente por miedo, para evitar las consecuencias que se derivarían de decir la verdad. Sin embargo David Livingstone, filósofo de la Universidad de Nueva Inglaterra (EEUU), en su libro “¿Por qué mentimos?”, se decanta en el sentido de que mentimos porque obtenemos un beneficio: “mentimos de forma espontánea igual que respiramos o sudamos”. Es decir, lo asocia a la supervivencia, matizando un rasgo que me parece fundamental: el ser humano es el único animal capaz de mentirse a sí mismo.
La mentira está definida, pues, por dos vectores: nuestro código genético y el aprendizaje sociocultural. El primero sostendría la tesis del miedo; mientras que el segundo lo haría con la del beneficio. De cualquier modo, queda claro que mentimos porque hacerlo nos beneficia, ya que entendemos que mentir nos ayuda a mantener la cohesión social y nos puede proteger frente a situaciones de riesgo.
No solo mentimos con la palabra, se miente también con el silencio o con los gestos o la ausencia de los mismos. Mentimos al afeitarnos, al peinarnos, al maquillarnos cada mañana. Mentimos al disfrazar nuestro olor, al disfrazar con la ropa parte de nuestro cuerpo.
Jean-Jacques Rousseau sostenía que éramos buenos por naturaleza, y que era la sociedad la que nos corrompía. Ya saben lo de “El buen salvaje” y todo eso. Lamentablemente Rousseau se equivocaba. Y, entre otros, Nicolás Maquiavelo – que en cuestiones de teorizar sobre la mentira no necesita presentación – y apoyaba abiertamente la utilidad de la mentira, dejo escrito: “Nunca intentes ganar por la fuerza lo que puede ser ganado por la mentira”. Sosteniendo que la habilidad desarrollada para mentir es fiel reflejo de la predisposición del hombre – según él por su simpleza – a dejarse engañar.
Termino con una afirmación del psicólogo español Rubén González: “El ser humano necesita de la verdad y de la ficción para vivir. Lo difícil es saber distinguir una de otra sin perderse por el camino”. ¡Casi nada!