Cuando el ser humano, de forma individual o colectiva, se enfrenta a una crisis, una vez superada, le surge la necesidad de tomar decisiones que supongan un cambio. Si la crisis es individual, en España nos apuntamos a clase de inglés (hace ya algunos años irrumpió con fuerza la variante de chino), y por supuesto al gimnasio; y si es colectiva, solemos derivar más hacia la distopía romántica.
Esta última pandemia no ha sido una excepción. Y, entiéndaseme: lo último que quiero es banalizar una cuestión que tanto sufrimiento ha traído a miles de familias; por cierto seguimos sin ser capaces aún de ponernos de acuerdo en el número de fallecidos. Pero al socaire de la COVID-19 (más bien de sus inacabadas consecuencias), los especuladores sociales se han animado a dibujar mundos venideros en los que la vida no será ya como es. Cuando realmente haríamos mejor en preocuparnos simplemente de si, en el futuro, la vida podrá ser.
Steven Johnson, expone en su libro El Mapa Fantasma (Capitán Swing, 2020) una serie de ideas a propósito de este asunto, que recomiendo para abundar en este tipo de reflexiones.
Una de las ideas más celebradas por la sociología de “mercadillo de los jueves”, ha sido la del teletrabajo. Sobre la base de los innegables avances técnicos que lo posibilitan, nos quieren poner a todos a currar desde casa. Como corolario estaría la posibilidad de retomar una vida rural con la que, a modo de paraíso perdido, seguimos soñando. Pero tengo malas noticias para los románticos del huerto de la lechuga ecológica y la gallina feliz: hace ya tiempo que el ecologismo serio, abandonó la idea de ruralizar de nuevo a la sociedad. Es más, aceptó que, si vamos a sobrevivir como especie en el planeta, con una población que pronto alcanzará los ocho mil millones de habitantes, el mejor modo de hacerlo (quizá el único) es concentrar al mayor número de personas en espacios metropolitanos y molestar lo menos posible al resto de las especies, convirtiendo esa densidad en una fuerza positiva que conllevará la posibilidad de seguir creando riqueza sostenible.
Y se preguntará usted: ¿por qué razón iba la gente a hacinarse en entornos urbanos cuando las zonas rurales ofrecen la posibilidad de una vida más tranquila y sana? Pues por varios motivos: primero porque el medio urbano ofrece algo fundamental para la vida en sociedad: la diversidad – ahí está también la explicación del éxito de las redes sociales –. La diversidad es atractiva porque aumenta la capacidad de hallar intereses particulares coincidentes. Y el segundo motivo, porque es mucho más sostenible. Los habitantes de las ciudades gastan menos en climatización, tienen menos hijos, reciclan de una forma más económica y, sobre todo, consumen muchísima menos energía en sus desplazamientos. De alguna manera, el ecologismo ha constatado que la vida urbana aporta más ventajas que inconvenientes (luego hablaremos de ellos), y ha virado. No hay nada reprochable en ello; lo peor es la contumacia de defender algo cuando todo apunta a que no será posible.
Al hablar de este asunto es necesario concebir el comportamiento colectivo como algo distinto de la elección individual ya que, a menudo, el comportamiento de las masas suele divergir de los deseos de los individuos que las integran. En la Norteamérica posterior a la IIGM, se popularizó una forma de vida basada en alejarse de los núcleos urbanos: viviendas horizontales con amplios jardines y potentes coches para ir al trabajo cada día; con la gasolina a precio de saldo claro. Invirtieron mucho en carreteras y poco en ferrocarriles. Años después se darían cuenta de lo insostenible de este modelo. Hoy día sabemos que una crisis de recursos energéticos no renovables, aceleraría la urbanización en lugar de ralentizarla.
Pero no es todo tan sencillo. La concentración urbana tiene dos espadas de Damocles: las armas nucleares y las enfermedades epidémicas. Las primeras son un vestigio de la Guerra Fría que no hemos conseguido neutralizar. De hecho mientras que la capacidad de combatir a los virus está aumentando de forma exponencial, no existen ni indicios técnicos de que se pueda llegar a controlar algún día una explosión nuclear. Y aunque la energía nuclear es otra de las cosas en las que ha habido que reconsiderar las posturas demonizadoras, ya que no existe hoy ninguna posibilidad sostenible de atender a la demanda energética que excluya, de momento, a la energía nuclear, la capacidad destructora de las armas nucleares, especialmente en manos del terrorismo internacional, se sustancia en la posibilidad de atracar grandes concentraciones urbanas.
Por otro lado, las epidemias, como desgraciadamente ha quedado patente, siguen ahí. Y al decir de los científicos seguirán ahí. Pero en ese aspecto cabe albergar una mayor esperanza ya que, si bien se ha demostrado imposible confinarlas en espacios concretos, eso no obstaculiza la investigación en prevención, vacunas y actuaciones socio sanitarias.
Termino con una reflexión del citado Steven Johnson: “La historia cuenta con umbrales épicos en los que el mundo se transforma en cuestión de minutos: el asesinato de un líder, la explosión de un volcán o la ratificación de una Constitución. Pero los grandes avances son más parecidos a lo que sucede en una llanura fluvial: una docena de afluentes distintos convergen y el crecimiento de las aguas eleva al genio a un nivel que le permite vencer los obstáculos”.