Estos últimos días hemos visto una violencia más ostensible de lo habitual en las calles de algunas ciudades de España, especialmente en Barcelona. Lo de menos, para lo que nos ocupa aquí, es el motivo, ya que de lo que se trata es de reflexionar sobre si somos, o no, seres violentos por naturaleza, no de si la violencia está justificada en función del fin que se persiga, ya que eso nos situaría en un escenario subjetivo: para unos estará justificada y para otros no. Tampoco beneficia para el análisis situarse en lo naif y afirmar que la violencia nunca está justificada, entre otras cosas porque la violencia (su monopolio por los Estados legítimamente constituidos) está regulada por las leyes.
Dos grandes líneas de pensamiento flanquean la autopista por la que circulan todas las teorías sobre la violencia en el ser humano: la que sostiene que la violencia está escrita en nuestro ADN y la que la sitúa en el marco de lo aprendido. Estas dos líneas tenían su paradigma, entre otros, en las teorías de Hobbes – Teórico de la maldad del individuo en su Leviatán (1651) -, y Rousseau como su antítesis en El buen salvaje (1755). Como complemento a dichos planteamientos, la búsqueda de “paraísos” exentos de violencia, ha sido una constante de todas las utopías que en el mundo han sido, planteándolo como un elemento insustituible en logro de la felicidad. Sin embargo, desde que se enunciaron ambas formulaciones teóricas se ha evolucionado mucho y, la verdad, es que sería demasiado prolijo intentar resumir en un artículo las diferentes teorías actuales, sobre todo porque el espectro es amplísimo y el enfoque va desde las neurociencias hasta la antropología o la sociología.
Si atendemos a las neurociencias, los científicos son concluyentes: aunque somos agresivos por naturaleza, la violencia es algo aprendido socialmente. Es decir, el mono que fuimos (quizá en algún caso el verbo pueda conjugarse también en presente) era agresivo porque sabía que cuando enseñaba los dientes, erizaba el pelo de los hombros (origen de las charreteras en los uniformes militares) y gritaba más alto, se mantenía en la cima de la jerarquía y se aseguraba el mejor trozo de carne o la cópula con la hembra que le ponía ojitos: su agresividad estaba directamente ligada a la supervivencia de la especie y, en ese sentido, era algo positivo. Pero la violencia, diferente de la agresividad, y un estadio superior si se quiere, necesitó de determinadas estructuras sociales para manifestarse.
¿Cuándo se trasformó la agresividad en violencia? Si atendemos a la fábula bíblica, y que nos sirve en este caso también como metáfora, la violencia aparece cuando Caín golpea y mata a Abel, ya que no había en el fratricidio un objetivo relacionado con la supervivencia. Añadamos además – y no es un tema menor – que lo hace con una quijada de asno: un arma en definitiva. Es decir la superioridad que otorga la fuerza bruta y que Darwin sitúa como un elemento de selección natural en El origen de las especies, desaparece cuando un individuo mediante el uso de un arma (interprétese arma en un sentido amplio: inteligencia, ardid, engaño…) logra vencer a otro modificando la ley de la “selección natural”.
Curiosamente, la violencia que ha adquirido una sofisticación increíble en determinados contextos como puede ser la guerra, se sigue manifestando en su forma más salvaje, en otros como en la denominada violencia de género donde la fuerza bruta sigue siendo un elemento determinante.
¿Es posible eliminar la violencia del ser humano? En 1932 Einstein y Freud se cartean a propósito de este asunto y el físico le formula una pregunta similar. El padre del psicoanálisis le responde que (explicado con trazo grueso) básicamente nos mueven dos tipos de instintos: los que él denomina eróticos y que tienden a unirnos, a protegernos y los de agresión o destrucción. Y que considera utópico intentar eliminarlos, que el camino es intentar desviarlos y controlarlos (de hecho la competición es un elemento de control social de la agresividad del individuo). En esa misma carta, Freud cita como ejemplo los regímenes socialistas, que son las utopías de su tiempo, y cómo sus objetivos de igualdad y satisfacción de todas las necesidades de la comunidad no han hecho avances a la hora de eliminar la violencia, aludiendo a las teorías marxistas que situaban el origen de la violencia en la lucha de clases. Curiosamente, en esas mismas teorías, la violencia formaba parte de la transformación inicialmente necesaria para alcanzar la no violencia.
Algunos estudios sobre la base de sociedades idílicas, que se han mantenido aisladas y en las que no aparece la violencia como un elemento habitual, han sido argüidos por los antropólogos para intentar demostrar que la agresividad no forma parte del ser humano, pero también hay otros estudios que, en las mismas condiciones de aislamiento, han demostrado comportamientos violentos. Particularmente interesantes para reflexionar sobre este punto son las obras como El señor de las moscas (William Golding, 1954).
La realidad es que la violencia nunca ha sido rentable para la supervivencia de la especie; por eso, la colaboración se impuso como un elemento económico insustituible en los primeros grupos humanos por encima de la violencia. Y aunque la Historia de la Humanidad es la historia de sus guerras, responde más bien al principio periodístico de: “The good news is not news”.