Se proyecta estos días en las salas de cine de toda España la película Mientras dure la Guerra, de Alejandro Amenábar. Una de las escenas más interesantes y que más polémica ha suscitado entre el público, es la que se desarrolla en el paraninfo de la Universidad de Salamanca y que, por no haber quedado registrada, se basa necesariamente en datos secundarios.
Hoy asistimos, con cierto estupor, a la “cesión” de los rectores de determinadas universidades de Cataluña, ante la presión de grupos de estudiantes exigiendo prebendas sobre la base de poder ejercer libremente su derecho de manifestación en defensa de sus ideales políticos. Cobran así un especial significado dos hechos muy separados en el tiempo pero de una naturaleza similar.
Unamuno no tenía frente a sí en el paraninfo a un grupo de adolescentes con la cara tapada que chillaban exigiendo una indulgencia lectiva, como si de un aumento de la “paga semanal” se tratase. No. Tenía a tíos bragados, que llevaban una pistola en el cinturón y que estaban altamente ideologizados. Que formaban parte de una juventud que se estaba matando en los campos de media España. Pero Unamuno dijo lo que pensaba. A unos les parecerá mejor y a otros peor: a los que estaban allí, desde luego no les gustó. Pero Unamuno, el Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca, dijo lo que pensaba.
Unamuno salió de aquél Acto, del brazo de Carmen Polo (quizá no hubiera podido salir de otra manera). La película hurta una escena – esta sí está documentada – en la que Unamuno y el general Millán Astray se despiden dándose la mano.
A los estudiantes que han impuesto su voluntad, de forma drástica y sectaria, a los rectores catalanes, nadie les impedía manifestarse por lo que considerasen oportuno. Pero ellos, por decirlo de una forma castiza, querían estar al caldo y las tajadas.
Este episodio es tremendamente revelador de una educación en la irresponsabilidad a la que todos hemos contribuido. Y no solo en lo que concierne, como en este caso, al ejercicio de una militancia política comprometida, sino en el día a día; en el que se puede observar, especialmente en las relaciones familiares o en las de pareja, que solo se quiere la parte buena – la parte guay – de las mismas, y nunca todo lo que suponga un coste personal, especialmente si es emocional.
Imagino la vergüenza que alguno de los rectores habrá sentido al ver la película, o al recordarla, y ver la serena actitud del Miguel de Unamuno que no se calló porque los otros chillaran mucho. Quizá solo se lo confiese a su pareja en la intimidad del dormitorio, pero tendrá que vivir siempre con el amargo recuerdo del día en el que no supo estar a la altura y se dejó acojonar por un grupo de adolescentes radicales.
No está claro si aquel día se pronunció la famosa frase: “Este es el templo de la inteligencia y yo su sumo sacerdote”. Pero lo que sí está claro es que hoy, las universidades catalanas se han quedado en iglesias regidas por curas de misa y olla.