Sí, ya sé que indigna contemplar las imágenes de la noche en la que terminó (¿terminó?) el Estado de Alarma. Pero antes de cargar como un escuadrón de Caballería, contra los jóvenes, y no tan jóvenes, le pido que reflexione un instante.
Las personas que usted y yo vemos por la tele, riendo, gritando “Libertad”, abrazándose y abandonando toda precaución ante la posibilidad de contagio de la COVID, no son seres de otra galaxia, son nuestros hijos, sobrinos, nietos…Son los hijos de nuestros vecinos, nuestros alumnos, nuestros compañeros de trabajo. Y, digo yo que algo habremos tenido que ver en que su actitud sea esa.
El comportamiento de una generación está siempre condicionado por las precedentes. Padres, educadores, medios de comunicación, clase política, todos y cada uno de ellos son los responsables de lo bueno o malo que pueda tener.
En este caso, los padres por habernos convertido en colegas de nuestros hijos, que molaba mucho, y renunciar a ejercer una autoridad que creíamos innecesaria. Los educadores, porque sostienen que su función no es educar, sino enseñar, y, ante una Sociedad que no apoyaba su autoridad en el aula, acabaron hartos y renunciaron a una lucha que consideraban estéril. Los medios de comunicación, por convertir la Parte en el Todo (siempre mantendré que este ha sido el mayor logro de los MCS: la desmedida hipérbole con la que en ocasiones se presenta una noticia), condicionando la opinión pública sobre la base de hechos que, a veces no eran tan mayoritarios, ni estaban tan generalizados como se pretendía. Y la clase política, ¡Ay! la clase política, ella adoptó como dogma el aforismo atribuido a Marx (El de la barba no, el del bigote, por usar términos comprensibles para los bachilleres de hoy día) “Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”, y en el caso que nos ocupa, el Gobierno, amén de dar más bandazos que una goleta en medio de una galerna, ha permitido que se generara un ambiente de milenarismo alrededor del final del Estado de Alarma, y en la sociedad más “líquida” de la Historia, como la definió Bauman, ha establecido un código menos flexible que el de Hammurabi.
El relativismo cultural ha conseguido desnaturalizar el significado de muchas palabras. Hoy se manipulan sin pudor términos como democracia, fascismo, igualdad, xenofobia y, como no, libertad. La generación de mis abuelos hizo la Guerra: sufrió e hizo sufrir, y quizá no se perdonaron nunca del todo unos a otros. La de mis padres, vivió inmersa en una ausencia de libertades, real, que le plantearon como algo necesario para no reincidir en la tragedia. Recuerden la estrofa de una canción que fue símbolo de la Transición:
«Dicen los viejos/ Que este país necesita/ Palo largo y mano dura/ Para evitar lo peor»
Y la mía, educada en el tardofranquismo, decidió dejar atrás todo aquello y de una forma bastante autodidacta, y a veces con algún tropiezo, apostó por un futuro con más luces que sombras. Y ahora, usted y yo, tenemos que escuchar a unos niñatos que, en el colmo de la estulticia, exigen libertad para poder salir a emborracharse.
Algo habremos hecho mal, amigo mío.