La historia de la Civilización es la historia de la cooperación entre seres humanos. La capacidad para cooperar es una característica de nuestra especie. No es exclusiva, la naturaleza ofrece múltiples y variados ejemplos de cooperación, si bien es verdad que en la mayoría de los casos – particularmente entre los mamíferos -, está muy condicionada por los lazos de sangre. Pero en el nuestro no; somos cs apaces de establecer múltiples formas de cooperación que, para bien o para mal, nos han traído hasta aquí. Un ser humano que hubiera permanecido aislado seguiría alimentándose de los frutode los árboles sin atreverse a bajar de los mismos.
La primera cooperación necesaria se estableció sobre la base de la reproducción. Hembra y varón debían buscar un protocolo eficaz si querían asegurar la continuidad de la especie. La naturaleza, siempre caprichosa, estableció protocolos diferentes para llegar a la feliz coincidencia de machos y hembras en la cópula. De una forma casi general, decidió que una parte sería receptora y otra dadora. Esto, está magníficamente explicado en el libro El ADN Dictador, de Miguel Pita (Capitán Swing), para los que quieran profundizar en el asunto. Pero, con trazo grueso, digamos que a las hembras las dotó de una capacidad limitada de generar óvulos y a los machos de otra ilimitada de producir semen. Eso hizo que las hembras fueran mucho más selectivas que los machos a la hora de elegir pareja, ya que eran conscientes de sus menores posibilidades de reproducción y no convenía arriesgar liándose con cualquiera. Los machos, por su parte, desarrollaron múltiples estrategias para ganar puntos en esa competición por demostrar que eran los más aptos para proteger a la futura prole. Los documentales de la Dos son una fuente inagotable de acceder a esas estrategias. Pero casi todas se pueden clasificar en dos grandes grupos: aparentar lo que no se es, o demostrar más fuerza que los demás aspirantes. A los varones de la especie humana no nos dejó para aparentar lo que no somos más que la barba. Desgraciadamente no nos dotó de una cornamenta (visible) con la que embestir contra la testuz de los demás aspirantes.
La civilización ha paliado esas carencias y casi toda la historia de la moda está relacionada con la potenciación u ocultación, según las civilizaciones, de los atributos que conducían a esos espacios de cooperación necesaria. Al mismo tiempo enmascaramos también los olores naturales, y establecimos unos códigos falaces aceptando que un olor agradable a nuestros sentidos era generado por la persona que lo despedía y no fruto de la aplicación de una substancia sobre la piel.
Dos actividades (ambas violentas) siguieron cimentando la base de la cooperación humana: la caza y la guerra. Posiblemente al principio, no se diferenciaran demasiado una de otra. Cazar y comerse la presa debió ser indiferente de si la presa era o no de la misma especie. Curiosamente la caza – tan denostada hoy por la ecología de salón – se sitúa así en el principio de las estrategias de cooperación de los seres humanos. Hoy ya no es necesario cazar para alimentarse. Hemos desarrollado técnicas muchísimo más “civilizadas” como la de confinar a miles de animales en espacios reducidos, y eso en una sociedad dominada por la estética, se considera mucho menos bárbaro que la caza: ¡donde va a parar! Con la guerra hemos tenido parecida suerte: no hemos conseguido dejar matarnos, pero, eso sí, ahora lo hacemos dentro de un orden.
Probablemente estas cosas nos ocurren porque seguimos intentando construir sobre una base empeñada en ignorar, de una forma realmente inexplicable, de dónde venimos, y somos como esos edificios cuyos cimientos se asientan sobre zonas poco estables: por mucho que los apuntalen terminan hundiéndose.
¿Y por qué se rigen los principios de esa cooperación? Pues básicamente por un quid pro quo. Es decir: cooperamos (se entiende de forma voluntaria y activa) en la medida en la que obtenemos un beneficio. Desde la cooperación más elemental (la reproductora) hasta la obtenida por la pertenencia a una organización internacional como la ONU, todas se rigen por ese mismo principio.
En el primer caso, estoy convencido de que una generación que ya está próxima, o que quizá haya llegado, conocerá la separación definitiva de la actividad sexual como base de la reproducción. Y cuando digo separación, no me refiero a la utilización las técnicas de las que ya hoy se dispone; me refiero a una separación radical y que nos excluya de los procesos de concepción y gestación. Esto nos conduciría a la desaparición de la cooperación más elemental entre los individuos de la especie; o, para no pecar de excesivo dramatismo, a una modificación tal de la misma que esa cooperación se desarrollará en un terreno casi virtual. Alteraremos así un proceso que se ha repetido miles de millones de veces y, a través de azarosas y sucesivas mutaciones, ha diseñado al individuo actual. El resultado puede que sea un ser hibrido, y que no sentirá ya la necesidad genética de reproducirse.
Concluyo. La balanza que equilibra los principios de la cooperación es muy sensible. Ha bastado una pandemia para que el mundo más avanzado que jamás soñamos, se retraiga, y los países que ayer firmaban tratados de cooperación, cierren hoy sus fronteras; las regiones limítrofes consideren invasores a sus vecinos y las gentes se increpen porque consideren que el otro es un peligro potencial para su salud. Es muy peligroso ignorar lo que está escrito en nuestro ADN. La acción ejercida por las distintas culturas a lo largo de la historia del ser humano, (historia de cooperación), ha sido fundamental, y aunque en la sociedad actual la circunstancia social anule a la biológica, eso no quiere decir que esta haya desaparecido, y la pretensión de que esas mismas culturas, por sí solas, pueden eliminar nuestra traza genética es no solo ilusoria, sino que está abocada al fracaso.