La muerte de Fermín

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Primer premio en el VII Certamen Literario de relato corto, “Entre pueblos”

Fermín se murió de repente; aunque, la verdad es que él no tenía previsto morirse ese día. Estaba en el gimnasio, al que acudía todas las mañanas entre las nueve y las once y, al principio, nadie se percató de su muerte. Se quedó tumbado en la esterilla, decúbito supino, y pasó un buen rato hasta que Ana, una de las monitoras, al verlo un poco pálido, se acercó a él y le dijo:

—Fermín ¿se encuentra bien?

Lógicamente, Fermín no respondió. Vinieron las carreras, los nervios, los ¡avisa a una ambulancia! Vaya, que se montó un lío tremendo. La verdad es que a Fermín, persona discreta y dada a pasar desapercibida, le habría molestado mucho todo ese revuelo.

Ana, se plantó a horcajadas sobre Fermín y comenzó a hacerle un masaje cardíaco. Una pena que estuviera ya muerto, porque una de sus fantasías eróticas era, precisamente, sufrir un infarto en el gimnasio y que aquella monitora le salvase la vida. Para el masaje, le puso las manos sobre el anagrama de Adidas del polo con el que Fermín hacia deporte. Como no era original, estaba burdamente cosido y sobresalía unos milímetros, y a Fermín se le quedó una marca en el pecho que después volvió loca a Mercedes, la médico forense, dándole vueltas a ver de qué coño sería aquella señal. El boca a boca se demoró todavía un tiempo hasta que trajeron el equipo RCP, porque una cosa es apretarle el pecho a un cadáver y otra hacerle el boca a boca, que da como cosa. Finalmente llegó la ambulancia y Andrés, el médico del SAMUR dijo: “Está muerto”, cosa que Fermín, a estas alturas de la película, ya sospechaba.

Ese día, en el gimnasio ya no se habló de otra cosa:

— ¿No sabes lo que ha pasado? Sí, hombre, el chico éste que venía por las mañanas…que se ponía siempre en la estática media horita y luego hacía una tabla de ejercicios. Pues nada, parece que la ha palmado. Un infarto o algo así.

Rosa, la de Administración, comenzó a buscar la ficha de Fermín para avisar a algún familiar. Allí estaba el teléfono de Marta, su mujer. Llamó al jefe y le dijo que ya tenía el teléfono.

—Pues llámala —le dijo el jefe.

— ¿Yo? ni de coña.

Terminaron avisando a Paco, el de mantenimiento, que tenía mucha mano izquierda para estas cosas:

—Paco, ¿por qué no llamas tú, hombre?

Paco y el jefe se llevaban bien. La cosa venía de una noche en la que el jefe, que era algo putero, se emborrachó y la emprendió a puñetazos con otro cliente en un puticlub de la ciudad. El otro cliente era Paco. El asunto acabó con los dos en comisaría. Gómez, el subinspector de guardia, era conocido del jefe, y convenció a Paco para que no presentara denuncia. Una cosa llevó a la otra y Paco acabó trabajando en el gimnasio.

Rosa marcó el número que figuraba en la ficha. El teléfono dio la señal pero nadie lo cogió. Lo volvió a intentar varias veces con el mismo resultado. Paco, que estaba de pie frente a ella, observó su gesto de impotencia y dijo:

—Bueno, pues si eso ya me llamas porque yo tengo que seguir con lo mío.

Cuando se llevaron en la ambulancia a Fermín, con las prisas, nadie se acordó de quitarle de la muñeca la pulsera de goma donde iba el chip con el que se abría la taquilla del vestuario. Fermín, claro, tampoco dijo nada. Así que nadie sabía qué taquilla había ocupado aquel día. En la taquilla, además de su ropa, se había quedado también su teléfono. A eso de las doce lo llamó un tal Alberto Sánchez, de una empresa de mantenimiento de ventanas, que había quedado en pasarse sobre esa hora por su casa, pero que se había liado y que pasaría por la tarde, sobre las cuatro. Luego llamaron del despacho de abogados, una tal Mari Carmen, para decirle que habían ganado en Primera Instancia la reclamación del IBI, pero que el asunto iba a saltar al Supremo, así que, si se confirmaba, habría que hacer un nuevo ingreso de doscientos euros para el procurador. También llamaron de la Toyota, Carlos Sanjuán, dándole fecha para llevar el coche a la campaña de revisión de depósito de combustible y recordarle que era gratuita.

El coche de Fermín se quedó aparcado en el garaje del gimnasio. Cuando se incorporó Marcos, el vigilante del turno de noche, nadie le comentó nada del incidente de aquella mañana. Como cada noche, Marcos, bajó al sótano a comprobar que no quedase ningún vehículo que no estuviera autorizado. Estaba su coche, el de Tania la limpiadora, y los dos deportivos del jefe, aparcados en las plazas reservadas. Al doblar una esquina vio aparcado un Toyota Avensis, y pensó que sería de algún socio del gimnasio que estaba de copas en la zona de “marcha” que había cerca. Los viernes se llenaba la calle y no había forma de aparcar. El jefe, estaba harto de los listos y le tenía dicho a Marcos que avisara a la Policía Local.

El jefe se llevaba bien con la Local, había muchos polis que venían al gimnasio y siempre tenía algún detalle con ellos. Llegaron a la media hora. Metieron la grúa en el garaje y engancharon el coche del pobre Fermín para llevárselo al depósito. Cuando se arrimaron al vehículo, Maite, la policía, percibió olor raro:

—Aquí huele fatal.

— ¿Cómo fatal? —preguntó Fabián, su compañero.

—Sí, como a podrido. ¿No lo notas? Aquí hay algo muerto Fabi.

Maite le dijo a Tomás, el conductor de la grúa, que no enganchara el coche, que era mejor avisar a la Guardia Civil y que vinieran con los perros. Mientras tanto, le pasaron la matrícula a la Central para obtener los datos del dueño.

Cuando llegó la Guardia Civil, soltaron al perro y el chucho se puso a olisquearlo todo pero no marcó nada. Abrieron el maletero y vieron que el mal olor provenía de una bolsa de basura que Fermín se había dejado con la intención de tirarla cuando regresara a su casa.

La Central le pasó a Maite los datos del coche de Fermín, y ella se los dio a Marcos, el vigilante. Efectivamente era un socio del gimnasio, pero cuando Marcos vio la dirección, se puso pálido: eran la calle y el número donde vivía Marta, la chica con la que se veía desde hacía un par de meses.

Maite, la Local, le tenía echado el ojo a Jairo, un Guardia Civil de la Unidad Canina. Ella tenía un pointer español y alguna vez lo había visto paseando por la parte de la playa que estaba autorizada para ir con perros. Así que, mientras la grúa enganchaba el coche de Fermín, aprovechó para tirarle los tejos y proponerle salir un día a pasear con los perros. Quedaron en que se llamarían.

El jefe había tenido un día duro con lo de la muerte de Fermín. Antes de irse a casa, se pasó por el puticlub a tomar una copa. Milka, la rusa, lo escuchaba asintiendo con la cabeza mientras el jefe le contaba lo que había pasado ese día. Después, ya con la tercera copa, el jefe se puso sentimental y empezó a enseñarle fotos de su hija Lola, que se había ido a Londres a trabajar de enfermera.

Dos días después enterraron a Fermín. Al tanatorio fue mucha gente. Realmente Fermín se hubiera sorprendido, ya que él no había sido una persona excesivamente popular, ni que tuviera demasiados amigos. El jefe fue al entierro, al fin y al cabo se había muerto en su gimnasio. Paco, el de mantenimiento, también fue porque a veces tenía que hacer de conductor para el jefe cuando le daba la ciática y no podía conducir. Ana, la monitora, pensó que era lo mínimo que podía hacer y un poco también por el morbo de conocer a Marta, la mujer de Fermín. Rosa, la de Administración, fue para hablar con Marta y entregarle la ropa y el teléfono que se habían quedado en la taquilla; además tenía que decirle que cuando pudiera, sin prisa, se pasara por el gimnasio para firmar unos papeles; pero sin prisa ¿eh? Allí estaba también Tomás, el conductor de la grúa, porque la empresa que tenía la concesión del ayuntamiento, era también la de los coches fúnebres y le había tocado ese servicio. Mercedes, la forense, también fue al entierro; conocía a Marta, la mujer de Fermín, de la clase de yoga y aunque no habían tenido mucha relación, pues le pareció que era un detalle. Andrés, el médico de la ambulancia del SAMUR, resultó que era amigo de la hija de Fermín, Lola, incluso habían tonteado un poco en la facultad, pero nada serio. Fue un amigo común el que le contó lo del padre de Lola y él se quedó de piedra:

— ¡Coño, pero si a ése lo recogí yo! Nada, estaba ya cadáver.

Al entierro también fue Gómez, el subinspector. Trabajaba por las tardes en la gestoría que llevaba los asuntos del gimnasio, y tenía que hablar, sí o sí, con Marta de la póliza que cubría un accidente como aquel con resultado de muerte. Tania, la limpiadora del gimnasio, también se pasó. Hacía trabajos extra los fines de semana porque con el sueldo del gimnasio le llegaba muy justo para vivir y una de las casas en las que limpiaba era la de Marta. El jefe se sorprendió de ver en el tanatorio a Marcos, el vigilante del turno de noche y amante de Marta, y le preguntó si conocía a Fermín, pero Marcos le dio largas:

—Bueno sí, un poco, de saludarnos y eso. Era un buen tío.

Maite, la poli de la Local, seguía empeñada en quedar con Jairo, el Guardia Civil de la Unidad canina, y como le daba corte ir sola al entierro le dijo a Fabián, su compañero, que fuese con ella, que así parecía como algo más oficial.

No fue al entierro Alberto Sánchez, de la empresa de las ventanas, ni Mari Carmen, la del despacho de abogados, ni Carlos Sanjuán, el de la Toyota. Tampoco fueron Milka, la rusa, ni Jairo, el guardia civil de la Unidad Canina, porque tenían que presentarse ese día ante el juez para firmar un acuerdo amistoso de separación.

4 comentarios

  1. Sencillamente, redondo! Me ha recordado el inicio de la novela de un gran amigo (Marcial Martín) que se titula » El difunto de las cien viudas», lectura que te recomiendo, seguro que la disfrutas mucho.

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