Cántaros y agua

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TERCER PREMIO EN EL «XXIII PREMIO PROVINCIAL DE POESÍA DEL AYUNTAMIENTO DE ASPE».

Cántaros y agua

 I

Sonaban puntuales las campanas

anunciando la misa de las once,

a la par que por la casa

se extendían los olores de domingo:

a muda, a ropa limpia.

Mugía el ganado en las tenadas

sin saber por qué,

ese día,

aunque el sol ya estaba alto

y se iba la mañana,

aunque habían comido el pienso

y ya habían bebido agua,

no uncían al yugo su cabeza.

y el cambizo del arado no pesaba.

Los perros,

tumbados a la sombra,

miraban de reojo

el palo clavado en la pared,

del que colgaban

el morral y el cayado de pastor.

Sabían

que no habría jera

si el amo no los tocaba.

II

Un sermón como rueda de molino,

¡cuajado de reproches!,

me acercaba al mediodía;

y mi velo

apenas se agitaba

al cruzar el atrio

donde tú

fumabas, esperando mi salida.

En el banco de piedra de la plaza

te esperaba ansiosa

mirando las agujas de reloj,

sin saber cómo parar el tiempo.

Tú llegabas alegre,

sonriendo,

y la tarde se nos iba

sin darnos cuenta.

Después,

cuando sólo nos quedaba

el silencio cómplice,

le poníamos nombre a las estrellas,

hasta agotar las estrellas y los nombres.

III

He perdido

los versos que entonces escribí.

Algunos, se los llevó el aire de «arriba»;

otros,

se quedaron prendidos

en los besos que no te supe dar.

Y una tarde de tormenta

el agua

arrastró los que quedaban

por los albañales.

Los busqué luego

en la ribera,

en el río,

en el molino Viejo

entre los costales.

Pero sólo encontré

palabras y letras sueltas.

Dejé de buscar.

Fui cobarde y me rendí.

Y, aunque lloré amargamente,

después me he rendido ¡tantas veces!

que ya no siento dolor.

IV

Hoy vuelvo a buscarte

atravesando los campos olvidados,

recorriendo de nuevo

las esquinas que doblábamos juntos,

levantando las piedras.

Pero tú ya no estás.

Ni siquiera encuentro

los olores

que salían de tu piel sobre la mía.

¡Cuántas veces

—en tardes inútiles—,

soñé tu cuerpo desnudo

montando aquel caballo alazán!

Subíamos

al cerro que nunca tuvo nombre;

trotábamos

por el teso que iba hasta la Torre;

y bebíamos

del arroyo del que estaba prohibido beber.

V

Ya no queda agua en el arroyo,

y apenas si el aire se respira;

las piedras no se quiebran cuando paso

ni saben nuestros nombres las encinas.

Ahora,

cuando cruzo por delante de tu casa,

está vacía.

La mía está muerta;

y los hijos que no tuve contigo,

esperan aún

ser concebidos una noche de verano

sobre la hierba seca de la era,

para poder segar

la mies que no sembramos,

la que no recogimos,

la que no trillamos,

la que no aventamos

dejando que el grano

se pudriera entre la paja…

VI

Al hombre que hoy me ayuda

y que pinta mi casa,

le cuento donde estaban

el olmo y la ribera,

el puente y la cañada.

Le enseño

la peña por la que se ponía el sol,

y la charca

donde, en las noches de verano,

nos bañábamos desnudas

Pero él,

no sabe de cántaros,

ni de agua;

no sabe contar surcos,

y se pierde

cuando se apagan las luces de las farolas

que ya no iluminan nada.

VII

Una tras otra,

fueron muriéndose casas;

enfermas

de soledad y de añoranza.

¡Qué tristes las casas viejas que nadie encala!

El hielo quebró las tejas,

la lluvia

pudrió la paja,

y en las vigas del sobrado

ya no cuelga la matanza.

Las puertas de los corrales

se atoraron de no usarlas,

y las paredes de piedra

¡esas paredes tan largas!

no saben decir por qué

ya nadie viene a saltarlas.

La campana de la iglesia

sigue arriba,

en la espadaña;

pero no la toca nadie,

porque no hay que anunciar nada.

No menta al infierno el cura,

ni tan siquiera amenaza

con un omnisciente Dios,

porque sabe

que ya no queda ni Dios, ni cura, ni infierno,

solo queda la Palabra

y puede que Ella

también se marche

de madrugada,

y cuando nadie la vea

cierre la puerta de casa,

y luego tire la llave

en el pozo de la plaza.

VIII

Ayer mañana,

bajé al molino;

y al regreso,

subiendo por la cañada,

recogí trozos de tiempo

enredados en las zarzas.

Cada trozo era un recuerdo

que me destrozaba el alma.

¡No puedo seguir llorando!,

¡no sirve de nada!

No vendrás

aunque te espere en la plaza.

Y el reloj

—que no funciona—,

me dice que son las tantas,

que ya no hay vuelta de hoja,

que la suerte está ya echada…

IX

Mi tristeza,

es la tristeza de los que te abandonaban,

del autobús que partía

sin mirar atrás

para no ver las manos

que se agitaban entre pañuelos negros;

para no ver las caras

que sujetaban ojos sin lágrimas.

Nadie sanará las almas

de los que entoñamos los recuerdos

en el muladar de casa.

No había hueco en la maleta que nos dejaban;

ni tan siquiera era nuestra:

nos la prestaban.

X

Recojo lo que me queda:

casi no hay nada;

los retratos de mi madre,

de mi padre,

y unas sábanas de lienzo

que cuando niña bordaba;

solo puse una inicial:

azul,

sobre tela blanca;

la otra

la imaginaba en las tardes de domingo

cuando sentada en la plaza

te acercabas hasta mí.

No cubrieron nuestra cama.

La sangre no las manchó,

no hubo jamás que lavarlas;

en el cajón de la cómoda

se quedaron olvidadas.

Y la segunda inicial,

aquella que yo soñaba,

nadie la bordó jamás.

XI

El hombre que hoy me ayuda

y que pinta mi casa,

me dice que hay que partir.

¡Me rompe el alma!

Pero él,

no sabe de cántaros,

ni de agua.

Me despido del palo

del que antaño colgaban

el cayado de pastor y el morral:

ahora no hay nada.

En las tenadas

no mugen los animales,

y el sobeo y las coyundas,

están gastadas

y al estirarlas se rompen:

no tienen grasa.

El espejó del zaguán,

aquel donde me peinaba,

donde mis ojos

veían siempre tu cara,

donde una vez

te besé en la boca,

¡desesperada!,

me está mirando.

¡Qué crueles son los espejos

que no reflejan el alma!

Coda

Martina murió una noche,

era casi madrugada.

Un pitido,

agudo y cruel,

anunció que se marchaba.

Y dicen que, en la ribera,

en la Torre, en la cañada

se escuchó al aire de «arriba»

gemir, como si llorara;

y hasta el reloj de la plaza

—aquel que no funcionaba—

en un hálito final

dio unas cuantas campanadas.

El hombre que la ayudaba,

y que pintaba su casa,

la envolvió

en un sudario de sábanas blancas,

con iniciales azules

recién bordadas.

Y quiso cavar su fosa

junto a la peña

por la que el sol se marchaba.

Pero,

aunque el hombre la buscó,

no pudo encontrarla,

porque él…,

él no sabe de cántaros,

ni de agua.

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