Los seres humanos estamos diseñados de una manera bastante ingeniosa. Hay que reconocer que la parte cognitiva —el caletre, para entendernos— quedó bastante decorosa. Otra cosa es que el «contenedor» no le saliera a nuestro Hacedor demasiado bien y tenga taras. Pero no se puede tener todo. Por eso, somos capaces de ilusionarnos, de creer en los demás, de otorgar nuestra confianza (a veces con una contumacia que no deja de sorprender), y esto sería un desastre si no fuéramos capaces de olvidar, de perdonar de…dejarnos engañar —una y otra vez—, y no podríamos vivir en lo que llamamos sociedad.
Lo que vulgarmente conocemos como «El Poder» sabe todo eso; y es igualmente conocedor de que, en la inmensa mayoría de los casos, aquellos que deben aceptarlo están predispuestos a hacerlo.
La Historia nos ha conducido a sistemas de convivencia en los que unos pocos ejercen el Poder y otros sufren las consecuencias de sus decisiones. Para equilibrar la balanza, en los sistemas democráticos (o casi), los que sufren las consecuencias (en una curiosa paradoja) eligen a los que las provocan. Lo llaman Democracia Representativa.
Y es que el Poder, proporciona lo que ninguna otra cosa en este mundo: la capacidad no solo factual, sino decisoria: decidir lo que es mejor para ti, para mí, para todos nosotros. Así, ése Poder —la posibilidad de ejercerlo—, es la mayor aspiración de los espíritus mezquinos. Los «espíritus elevados», en cambio, no lo necesitan; porque saben que es efímero e irreal. Efímero porque puede desaparecer tan rápido como apareció. Da igual que sea público o privado, que se genere en regímenes dictatoriales o democráticos; la cosa más nimia, la circunstancia más peregrina, nos lo puede arrebatar. Asimismo, es irreal porque se establece sobre la base de supuestos unidireccionales. Cuando la realidad es que, por mucho poder que se tenga, no se puede obligar a nadie a hacer una cosa que no quiera, si de verdad no quiere y está dispuesto a arrostrar las consecuencias.
Ese poder omnímodo estaba bastante satisfecho consigo mismo, y no sentía la necesidad de cambiar. Por eso cuando Montesquieu se puso pesado con lo de «la separación de poderes», no le sentó muy bien. A partir de ahí, la «triada» comenzó a vigilarse de reojo. A desconfiar, a tener sus tiras y aflojas y a acusarse de aviesas alianzas y de encamarse con quien no debía. Y no pararon de darle vueltas a la forma de controlarse mutuamente.
En esa carrera por destacar en la «pasarela», los poderes se dieron cuenta de que el ciudadano (ése que unos párrafos más arriba los nombraba), era bastante manipulable y, sobre todo, era «una buena persona». Que se ilusionaba con mucha facilidad y se conformaba con poca cosa. No, no inventaron nada. Su capacidad no da para a tanto. Tiraron de remake y se acordaron de que lo que siempre había funcionado era aquello de «panen et circenses». (Déjenme que ponga algo en latín, que si no parece que no tengo estudios). Hasta tres meses de Juegos organizaron algunos emperadores. Y «El Pueblo», (esa maravillosa metáfora que sigue encabezando algunas manifestaciones de trasnochados románticos de la canción protesta sudamericana), que nunca será vencido, se rindió ante los mercenarios que le dijeron que luchaban por él.
El Poder se frotó las manos y él, que a diferencia del marido de Maruja había estado en muchas orgías, se dijo: esta es la mía…, y aprobó leyes, impulsó decretos, reformó estatutos…Y eso que no llegamos ni a Cuartos. No quiero pensar de qué hubiera sido capaz si hubiésemos ganado el Mundial.