Primer premio en la XLI Edición del Premio Hispanoamericano de Poesía en Lengua Castellana «Diego de Losada»
Publicado en el Nº 12 de la Revista Literaria «Alborismos», Venezuela
Los ocres que entretejen las tierras de Castilla,
se encuentran salpicados de manchas amarillas.
De vez en cuando un pueblo, con una torre altiva,
un rebaño de ovejas y el pastor que las cuida.
Los chopos, la ribera y en la loma la ermita
de paredes tan blancas que al mirarlas dan grima.
Sobre la parda tierra, se alinean las viñas
en formación cerrada de hileras y de filas.
A lo lejos, el bosque, que apenas se perfila,
y que mezcla indecente al pino con la encina.
Como esqueletos muertos, soportando las líneas,
se adivinan las torres metálicas y frías.
Los olores me llevan de la siega a la trilla,
de la trilla al molino, del molino a la ermita…
Los toques de campana, convocando a la misa,
me enseñaron entonces el concepto de prisa.
Y en el fresco solar de la Iglesia,
reunía el párroco a su grey y allí la reprendía.
En los bancos cercanos a las mujeres pías
y detrás, en el fondo, la penumbra sabía
de humildad y de soberbia de temor y de risas.
La cegadora luz de estío, al mediodía,
acababa en penumbra, velada por cortinas.
La siesta y la lujuria terminaban reunidas
en un diálogo mudo de ansias contenidas.
La tarde era ¡tan recta! que a veces aburría:
de la plaza hasta el teso; del teso hasta la encina.
Yo notaba tu mano apretando la mía.
Y aquellos ojos verdes que todo lo decían,
eran lo más sincero que yo he visto en mi vida.
Las doce me empujaban y por la calle arriba,
te iba robando besos en todas las esquinas.
Fue, quizás, el miedo, que no la cobardía,
el que dejó pendiente tu piel sobre la mía.
Las noches terminaban tumbado boca arriba
bajo un cielo de estrellas en muda algarabía.
Y me fui, ¡como tantos! Sí, me marché un día.
Ya no volví al molino, ni contemplé la ermita.
No sentí la campana, ni subí hasta la encina.
Me fui, y al mismo tiempo, se fue de mí, Castilla.