EL BAR APOCALIPSIS

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Mención de honor en el XVIII Concurso de Relato Corto «El coloquio de los perros»

Juan llevaba unos meses en paro y, la verdad, estaba algo desanimado. Se le había agriado el carácter y discutía por nada. Había intentado hacerse cargo de todas las tareas de la casa para que su mujer no tuviera que ocuparse de nada cuando regresara de la oficina, pero funcionó a medias. Juan Francisco —como le llamaban en familia—, le puso ganas, pero “cojeaba” mucho en algunos aspectos.

Aquel día, en su paseo diario, le dio por entrar en la iglesia del barrio. Juan no era un hombre demasiado religioso, pero se sentó en uno de los últimos bancos y, como se estaba fresco y tranquilo, se quedó un rato.

Estaba Juan pensando en sus cosas, cuando entró un hombre mayor y se sentó a su lado. A Juan le extrañó, porque la iglesia estaba prácticamente vacía. Se separó un poco y pensó en levantarse e irse. De pronto el anciano se puso en pie, alzó los brazos y gritó:

— ¡Hosanna al hijo de David! —Juan se asustó mucho y pensó: Este tío esta como una chota”. Y se levantó con la intención de marcharse. De pronto, el anciano lo llamó por su nombre:

—Juan Francisco, no te vayas: tengo una Misión para ti. ¿Tú sabes lo que es el Apocalipsis?

—Bueno, sí —le contestó Juan—, un bar de copas que hay en la zona de marcha del río.

El anciano enrojeció. Apretó los puños, el rostro se le puso lívido y los ojos se le inundaron de sangre. Luego se calmó y le dijo:

—No, Juan. No me refiero a ¡ése! Apocalipsis.

Sacó un libro del bolsillo de la chaqueta.

—Juan, mañana te espero aquí, sobre las ocho u ocho y media, depende de que bus coja. Pero asegúrate de venir con el libro leído.

Le entregó el libro y se marchó. Por la tarde, Juan llamó a su cuñado Alberto y le dijo que si podían quedar para comentarle una cosa. Alberto pensó que le iba a decir que se separaba de su hermana, porque sabía que, desde que Juan estaba en el paro, las cosas no iban bien en la pareja.

—Oye Alberto, ¿tú sabes qué es el Apocalipsis?

—Sí, el bar ese del río.

—No, ¡coño!, ése no.

— ¡Ah, el de los jinetes! Bueno, vi la película.

Juan le enseño el libro y le contó lo que le había pasado en la iglesia. Alberto se rascó un poco la cabeza. Era un tío sencillo; currante desde los dieciséis, casado y amante de su casa y su familia. Había hecho la primera comunión, pero religioso…lo justo.

—A ver si te vas a meter en un lío. Yo que tú no iría. Pregúntale a Maite, ya verás cómo te dice lo mismo que yo.

Pero a Juan le pudo la curiosidad y, sea como fuere, al día siguiente estaba sentado en el mismo banco de la iglesia a las ocho en punto de la mañana. Se había pasado toda la noche leyendo el condenado libro, e incluso había tomado alguna nota. La verdad es que lo que más le había gustado habían sido los dibujos, que eran una pasada: policromías en las que se veían dragones, trompetas, espadas de fuego, sellos, ciudades, y caballos de colores. También había muchos números, que se supone que todos querían decir algo que no siempre estaba demasiado claro. En fin, por lo que pudo leer Juan, parece que Dios, harto de los hombres (y de las mujeres), se había planteado una especie de macro causa judicial, algo así como la Gürtel y el caso de los ERE juntos.

El anciano llegó a las nueve menos veinte. Se excusó diciéndole que había tenido un problema con la tarjeta abono-transporte y que el chófer había querido bajarlo del autobús, pero entonces intervino una chica que…

—Bueno: a lo nuestro —le dijo— ¿Has leído el Libro? ¿Qué te parece?

—Eso son dos preguntas —le contestó Juan sonriendo. (No es que Juan fuera mordaz, es que su jefa en el último curro lo decía mucho) —Pero, sí: lo he leído. Lo que no sé es si lo he entendido.

Entonces, el anciano le confesó que Él era Dios y que este asunto del Apocalipsis ya había tenido que retrasarlo muchas veces, porque, al final, nunca había podido prepararlo bien del todo y se le chafaba; pero que ya era hora de ir planteándose no postergarlo más porque se le echaba el tiempo encima. Juan lo miró despacio y no sabía si salir corriendo o llamar a la Guardia Civil.

—Pero, ¿cómo Dios?; ¿Tienes algún carné o algo?

—Bueno, carné no tengo, pero si quieres te puedo adivinar el futuro: yo soy omnisciente. Lo sé todo. Por ejemplo, sé que no vas a encontrar trabajo.

— ¡Venga ya!, eso también lo sé yo, y no soy omnipresente.

—Omnisciente. Omnipresente es otra cosa. Pero mira, tómate este asunto como una especie de curro. Estoy dispuesto a pagarte y todo.

—Y qué tendría que hacer.

—Ayudarme con el Apocalipsis.

—No sé yo si seré capaz, porque si tú ya lo has intentado y no has podido…

—Ya, pero es que siempre había algo que se liaba. Si te parece te hago un contrato de quince días a prueba y ya vamos viendo.

Dios, le explicó a Juan que la primera vez que le falló fue por culpa de una paloma que se le escapó a Noé del Arca y, cuando ya lo tenía todo inundado, la jodía acabó encontrando un olivo. Luego lo intentó mientras estaban haciendo una torre: algo así como el Empire State pero en antiguo. Les trabucó la lengua para que no se entendieran cuando hablaban, pero al final los tíos se apañaron por señas y, bueno, que tampoco salió bien. A partir de ahí, pues un montón de veces, pero nada, siempre se le escapaban unos cuantos y claro, es lo que Él decía: «Si hago un Apocalipsis, pues en condiciones».

Luego, Dios le explicó a Juan que, aunque siempre lo había intentado por las bravas, entendía que los tiempos eran otros, más asimétricos y había que buscar nuevas fórmulas. Así que lo primero que había que hacer ahora era una lista de los Agentes Sociales que podían estar afectados por el tema: sindicatos, patronal, colectivos feministas y LGTBI, asociaciones profesionales, autónomos etc., con la finalidad de ver qué condiciones exigirían para un Apocalipsis pactado. Entendiendo que había unos mínimos a los que no se podía renunciar, que no eran negociables, vamos. Pero que no se preocupara, que Él lo tenía todo por escrito. Además, y ya fuera de contrato, le garantizaba a Juan su inclusión en el grupo de los ciento cuarenta y cuatro mil escogidos que se salvarían.

— ¿Solo ciento cuarenta y cuatro mil? No parecen muchos —dijo Juan.

—Ya, pero es lo que está escrito. En eso no podemos ceder, que si no esto se nos va de las manos.

Poco a poco Dios le fue desgranado a Juan la ética y la estética del Armagedón. Inicialmente, Él crearía unas condiciones favorables sobre la base de una serie de catástrofes naturales: granizo, terremotos, inundaciones, lluvias de fuego y azufre, relámpagos y epidemias; lo clásico. Lo normal es que el personal perdiera los nervios y empezaran matarse unos a otros. Luego, ya cuando fueran quedando menos, habría que mandar a Los Cuatro Jinetes, que deberían cabalgar caballos de colores. Y le insistió:

—Fíjate que digo jinetes y no amazonas, y caballos y no yeguas. Esto nos puede suponer problemas con los colectivos anti patriarcales, así que si hay que poner alguna yegua, se pone y ya está.

—Podíamos combinar amazona y caballo y jinete y yegua, por ejemplo —le sugirió Juan.

— ¡Ahí Juan! Ésa es la actitud. Muy bien, muy bien.

Le explicó que el color de los caballos debería ser rojo, negro, verde y blanco. Pero que para atraer los votos del colectivo LGTBI, podía añadir más colores y hacer que los caballos (y las yeguas) galopasen formando su bandera. En lo que concierne a las trompetas bíblicas que anunciarán el Juicio Final, bueno, también se podría ceder un poco. Si no pueden ser trompetas, pues altavoces de DJ. Personalmente, le dijo que no tenía preferencias y que no quería influirle, así que podían hacerlo con alguna marca blanca. Respecto a las espadas de doble filo, sabía que cada día eran más difíciles de encontrar, pero que Él había visto en Amazon una tipo rayo láser a muy buen precio. Juan lo iba anotando todo en la pequeña libreta en la que había tomado notas del libro que el anciano le había dado el día anterior. La verdad es que, sin saber muy bien porqué, se iba ilusionando con el proyecto. Incluso le daba vueltas a pedirle a Dios que incluyera en los ciento cuarenta y cuatro mil a su mujer, Maite y a su cuñado Alberto y su familia. Tampoco le parecía demasiado pedir, sobre todo porque el anciano prometía mucho, pero él ver, lo que se dice ver, no había visto todavía ni un duro.

Había un asunto espinoso —continuaba explicándole Dios—, que era el de la “Gran Prostituta”: Babilonia. Esto, la verdad es que nunca le había dado problemas, pero ahora los colectivos feministas estaban muy divididos en la actitud frente al puterío, y lo último que debían hacer era herir sensibilidades y cometer errores que pudieran invalidar o incluso anular el Juicio Final.

Ensimismados como estaban no vieron salir por una puerta pequeña que había a la derecha del altar a un hombre. Se puso frente a la imagen del cristo que presidia la iglesia, hizo una genuflexión, se santiguó y se encamino hacia donde estaban ellos. Juan levantó la cabeza y lo miró: vestía con vaqueros viejos y una camisa gris de manga corta; la barba cuidadosamente recortada y el pelo corto. Cuando se aproximó más, Juan vio el alzacuello blanco. De repente, el anciano se puso algo nervioso y le dijo a Juan:

—No digas nada. No hables con él. ¡Disimula, disimula!

—Buenos días —dijo el cura— Qué, Amadeo, ¿preparando el Apocalipsis?

Juan se quedó cortado. El anciano bajó la cabeza y comenzó a musitar algo que parecía un rezo. El cura meneó la cabeza y siguió hacia la puerta de la iglesia.

—No le hagas caso —le dijo Dios a Juan—. Éstos no quieren que salga bien porque son los primeros a los que se les acaba el chollo. Vámonos a tomar algo y te sigo contando.

—Bueno, pero algo rápido, que hoy tengo que fichar en el Paro.

—Vale. Vamos al bar ese que tú decías en el río.

— ¿Cuál, el Apocalipsis?

—Ése.

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