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Primer premio en el XIII Concurso de Relato Corto para personas mayores de RNE.

Valentín entonaba como nadie las frases de pésame: eran ya muchos años asistiendo a entierros y funerales. En su juventud, descubrió el ambiente relajado y tranquilo que se respiraba en los tanatorios: todo era contenido y, salvo casos trágicos, en la mayoría de los velatorios no se escuchaba  una voz más alta que otra.

En la ciudad había dos tanatorios. Valentín, tras consultar el obituario en la prensa local, los visitaba dos o tres veces por semana. Los empleados le tenían echado el ojo, y estaban con la mosca detrás de la oreja, pero ¿quién te va a echar de un tanatorio?

Valentín vestía siempre con sobriedad. Al llegar a la sala se acercaba hasta la mesita donde estaba el libro de firmas y comenzaba a escribir. De pronto, se detenía un instante, levantaba la cabeza y cerraba los ojos como para reflexionar, suspiraba profundamente y luego firmaba. Sus frases tenían siempre una calculada ambigüedad que hacía difícil identificar su relación con el que la había espichado: “En recuerdo de los buenos tiempos”. “Siempre se van los mejores”. “Gracias por toda una vida de amistad”. A veces, abría la puerta a la incertidumbre con enunciados que dejaban el final de la frase inconcluso: “Sólo tú y yo sabemos…”. “Perdóname si te causé dolor…”. Y su favorita, la que reservaba para casos muy especiales: “Incertum est quando, certum est aliquando mori.”

Cuando entraba en la sala, se acercaba despacio hasta el cristal tras el que estaba el catafalco, y se quedaba unos segundos en silencio, con la cabeza baja; incluso esbozaba un leve sollozo que reprimía tapándose la cara con la mano.

Pero donde verdaderamente se superaba era al dar el pésame a la familia. Ahí, Valentín echaba el resto y demostraba toda su valía. Inclinándose lo justo delante del deudo (ni tanto que pareciera servil, ni tan poco como para resultar envarado), tomaba una o ambas manos entre las suyas y atrayéndolas ligeramente hacia sí, pronunciaba su pésame:

—Lo siento muchísimo. ¿Quién iba a pensar que…?

El familiar, algo desconcertado, respondía a la vez que mostraba su agradecimiento:

—Sí. Muchas gracias. Perdón ¿usted es…?

La pregunta abría un inmenso abanico de posibilidades al que Valentín se entregaba como un rapsoda y, desplegando toda su capacidad, narraba increíbles historias de vivencias con el finado mientras la familia escuchaba y movía afirmativamente la cabeza sin comprender realmente nada de nada.

— ¿Quién dices que era ése?

—No sé, pero desde luego conocer, conocía mucho a papá. ¡Oye, que me ha contado cada cosa!

En determinados casos, cuando Valentín notaba que había “conectado” con la familia, se ofrecía para ayudar en todo tipo de tareas: recoger a algún familiar en el aeropuerto o en la estación del tren; llevar a casa a alguien para que se diera una ducha y se cambiara de ropa; acercarse a por algún documento…

—Es la prima Pepita; dice que llega en el avión de las quince cuarenta y cinco ¿Quién va a por ella?

—Yo no puedo, los niños salen a las cuatro.

—Perdón —intervenía Valentín—,  si queréis me acerco yo.

—No por dios, no se moleste usted.

—Si no es molestia, de verdad, además tratándose de la familia de Francisco…Y, por favor, Luisa, háblame de tú, si para mí es como si fueras una hija.

De esa forma había creado sólidas relaciones con la familia de personas a las que no conocía en absoluto antes de morirse.

—Hoy me he cruzado con Valentín en el parque.

— ¿Con quién?

—Valentín, sí mujer, el chico aquél que era tan amigo de Papá. ¿No te acuerdas del entierro? Hizo aquello tan bonito de ponernos todos en círculo y juntar las manos para cantar Mi bella Lola, que decía que era la que cantaban papá y su padre cuando estaban en la mili. Le he vuelto a dar las gracias. La verdad es que se ocupó de todo. Creo que deberíamos invitarlo este verano para que suba un día cuando estemos en la casa de la Sierra.

Por otra parte, a lo largo de tantos años, algún tropiezo sí que había tenido. Como la vez aquella que se equivocó de sala y entró en una en la que pensaba que estaba el cadáver de un coronel de Ingenieros y resulta que el muerto era repartidor de gas butano. Como el féretro estaba tapado, no vio el cuerpo y le preguntó a su mujer si lo habían enterrado de uniforme.

Anécdotas que en nada desmerecían su esforzada labor de tantos años llevando consuelo a las familias en momentos tan tristes. Y como él decía: “Una mentira no es tan diferente de la verdad; es tan solo una realidad que sucedió en otra dimensión”.

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