El segundo camino

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PUBLICADO EN EL N° 10 DE LA REVISTA DE LA ASOCIACIÓN «PLAZUELA DE LOS CARROS», TORRALBILLA (ZARAGOZA).

Paquita bajó la vista y miró el  cuchillo que tenía en  la mano: estaba lleno de sangre. No recordaba muy bien en que momento lo había cogido, ni si lo sacó del cajón de los cubiertos, o del tacoma que estaba sobre la encimera. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, estaba Adolfo, intentando detener con las manos la hemorragia que le salía del pecho. Paquita no se dio cuenta de que, también a ella, le corría sangre por la cara; sangre que salía de su cabeza, se deslizaba por la frente y alcanzaba la sien; luego resbalaba por el pómulo y, finalmente, se desprendía de su rostro para caer, gota a gota, sobre su blusa. Adolfo  respiraba con dificultad, de una forma entrecortada, y musitaba algo, pero tan bajo que ella no lo entendía. De repente, Paquita sintió que se mareaba. Soltó el cuchillo y lo último que escuchó fue el ruido metálico que hizo al golpear contra el suelo de la cocina. 

Eran más de las once de la noche cuando Adolfo llegó a casa. Paquita estaba viendo la televisión y al sentir el ruido de la puerta, bajó el volumen y escuchó con atención. Con el tiempo, había aprendido a adivinar cómo venía Adolfo por su forma de entrar y de caminar por el pasillo. Sintió el ruido de las llaves al caer sobre el cenicero de cristal que estaba en la mesa del recibidor. Luego, el frufrú de la gabardina cuando la colgó del perchero, y el ruido de los zapatos —que se quitaba sin agacharse— al lanzarlos contra la pared. Si venía muy borracho, Paquita sentía cómo arrastraba las zapatillas y tropezaba con los cuadros que estaban colgados a lo largo del pasillo; incluso había llegado a derribar alguno y, hacía ya algún tiempo, ella les había quitado el cristal que protegía las láminas para evitar un accidente. Lo escuchó entrar en la cocina, abrir el grifo y beber agua. Después, lo oyó enjuagarse la boca y escupir en el fregadero. El juramento que soltó a continuación quería decir que había abierto la nevera y no había encontrado nada para comer —nada que le apeteciera, claro—. A partir de ahí, Adolfo podía seguir dos caminos: uno llevaba al dormitorio, donde se tumbaba en la cama, sin quitarse la ropa, y se quedaba dormido. El otro —el que hacía temblar a Paquita—, conducía a la sala de estar, donde iniciaba una retahíla de reproches, insultos y amenazas. Entonces, Paquita se levantaba y se metía en el baño. No podía cerrar la puerta, porque Adolfo arrancó en una ocasión el cerrojo de una patada y nunca puso otro, pero ella la atrancaba colocando la fregona apoyada entre la manilla de la puerta y la base del bidé.

Esa noche, Adolfo eligió el segundo camino. Paquita estaba tumbada en el sofá, tapada con una manta. Adolfo, sin decir una palabra, se dejó caer sobre uno de los dos sillones del tresillo. Se lo habían regalado sus padres cuando se casaron, hacía ya…, ni se acordaba. Los primeros años de su matrimonio fueron realmente felices. Él entró a trabajar en un bufete de abogados y ella empezó a dar clases en el colegio de monjas en el que había estudiado. Dejaron el piso de alquiler en el que vivían de solteros y se compraron un adosado en un barrio nuevo de la ciudad. Todos los fines de semana hacían planes con los vecinos, y cuando no era un cumpleaños, era un aniversario o había partido. Tuvieron dos críos y parecía que nada podía alterar la felicidad de la vida que llevaban.

Pero un día, como si fuera un volcán, estalló «lo del desfalco». El bufete estaba metido en el asunto hasta las cejas. El escándalo fue mayúsculo y salía, un día sí y otro también, en todas las cadenas de televisión, y la foto de Adolfo y el nombre del bufete inundaron los kioscos de toda la ciudad. El bufete cerró y Adolfo se quedó en el paro. Al final, el asunto acabó salpicando también a Paquita. Una tarde, al finalizar las clases, la directora del colegio la llamó y le dijo que, sintiéndolo mucho, tenían que prescindir de sus servicios: « ¡Prescindir de sus servicios!», que frase tan corta y tan dramática. Paquita no se despidió de nadie. Era tanta su rabia y su impotencia, que ni siquiera recogió las cuatro cosas que tenía en la sala de profesores. El colegio se las envió por un mensajero, sin añadir siquiera una nota de agradecimiento.

Ahí empezó a torcerse todo. Malvendieron —por lo que les quisieron dar— el chalé adosado y se mudaron. De todas formas, en el barrio ya nadie los invitaba a casa. Aunque lo peor fue la marginación de los niños en los cumpleaños de los compañeros de colegio. Tuvieron que agarrarse a lo que salía. Adolfo consiguió trabajo de reponedor en una gran superficie y ella en una empresa de atención a domicilio. Lo pasaron mal: muy mal, pero se querían y poco a poco, al cabo de unos años, fueron sacando la cabeza del agujero.

Entonces vino el mazazo de su hijo mayor, Felipe. El chico salió rebelde y se juntaba con un grupo poco recomendable de chavales del barrio. Una noche entraron a robar en casa de un  anciano que vivía solo y del que la gente decía que guardaba mucho dinero. El anciano había sido militar y conservaba una vieja pistola Astra; se asustó al ver a los ladronzuelos y, con aquella mano que casi ni era capaz de sostener el arma, disparó. La pistola se interrumpió después del primer disparo, pero la tragedia ya había ocurrido y una bala del 9 parabellum, impactó contra la cabeza de Felipe y lo mató en el acto. 

Nada volvió a ser igual. Adolfo empezó a beber y Paquita estuvo meses en la cama con depresión. Perdieron el trabajo. Se acabó el paro y empezaron a subsistir de lo poco que les daba la familia y la ayuda de alguna oenegé; para más inri los servicios sociales terminaron retirándole la custodia de Javier, su otro hijo, que ingresó en un centro de menores ante la situación de abandono y peligro que la trabajadora social detectó desde la primera visita. Comenzaron a culparse el uno al otro de todo. Las discusiones eran cada vez más frecuentes y, también cada vez, elevaban más el tono de voz, tanto que los vecinos alertaron en varias ocasiones a la policía. 

Al otro lado del teléfono, Lola sintió la voz de su hermana Paquita, pero fue incapaz de entender lo que decía; solo escuchaba sus sollozos y, de vez en cuando, su voz entrecortada que le pedía que fuera. Despertó a Daniel y le dijo que algo le pasaba a Paquita, que se vistiera que tenían que irse. Daniel se puso lo primero que encontró a mano. Cogió las llaves del coche y bajó al garaje. Lola lo esperó frente al portal. Recorrieron las calles medio desiertas a esa hora de la noche. No hablaron demasiado. De vez en cuando, Lola, repetía como un mantra: «Algún día tendremos una desgracia; algún día». Dos coches de policía, con las luces encendidas y la sirena puesta, los adelantaron a toda velocidad y, detrás de ellos, casi pegada, pasó una ambulancia. Lola se echó a llorar. Comenzó a marcar, frenéticamente, el número de su hermana, pero fue inútil.  Cuando llegaron, las luces de los coches de policía se encendían y se apagaban delante del edificio en el que vivía Paquita, pero ya no sonaban las sirenas. Un policía detuvo el coche de Daniel y él se dio cuenta que, con las prisas, no había cogido la cartera donde tenía la documentación. Lola abrió la puerta, se bajó del coche y echó a correr. Una pantalla de tela, de color blanco, estaba extendida entre la verja de acceso al edificio y el portal. Se zafó de las manos que intentaban detenerla; se escurrió de los brazos que, en el último instante, pretendieron aferrarla y saltó, casi como un felino, sobre los sanitarios que estaban inclinados frente al cuerpo que yacía en el suelo.

—Fin—

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