La duda

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Aquella imagen había terminado por volverse una obsesión. La primera vez que la vio, Carmen estaba sentada en la marquesina de una parada de autobús. Frente a ella, al otro lado de la calle, había una librería en cuyo escaparate estaba el póster, adherido al cristal con unas tiras de celofán. Ese día no le dio demasiada importancia: un hermoso atardecer en la laguna, sin más.

Al día siguiente, decidió cruzar la calle y observar la imagen más de cerca. ¿Era un atardecer o un amanecer? No estaba segura. Reparó en la barca; en el hombre que caminaba alejándose y en que la tierra dividía la imagen en dos: clavándose en ella, como tratando de sujetarla. Esa tarde renunció al autobús y se alejó caminado.

A partir de entonces, no podía evitar pasar todos los días por delante de la librería. Se detenía en el escaparate y se quedaba un buen rato  contemplando la imagen. Un día le hizo una fotografía con el móvil y luego la miró varias veces intentando descubrir nuevos detalles.

Se había levantado un lebeche molesto que le alborotaba el pelo por delante de la cara. Una vez más, se detuvo frente al escaparate y, por fin, se decidió. Entró en la librería y preguntó cuánto costaba el póster. No tenían más que aquél, y la dependienta, muy amablemente, se lo regaló. Al despegarlo del cristal se rompió un poco uno de los bordes de la parte superior. La chica de la librería se disculpó, pero Carmen la tranquilizó diciéndole que ella lo arreglaría. Recortó un trozo para igualarlo y que no se viera el defecto, y fijó el poster con unas chinchetas en la pared de su dormitorio, frente a la cama, de modo que era lo primero que veía al despertar y lo último antes de apagar la luz de la lamparita que había sobre su mesita de noche.

Al principio, la imagen desaparecía cuando Carmen apagaba la luz. Pero hacía ya algún tiempo que la veía también en la oscuridad. Empezaba a dibujarse —siempre por la izquierda— poco a poco; primero aparecía el cielo, agrandándose y soltando aquellos cuajarones de color que mezclaban blancos y grises para culminar en una orgía de rojos y dorados que se alejaba hasta perderse en el fondo de la imagen. Después, una tierra oscura y yerma, surgía como un cuchillo que se hundiera en las aguas de la laguna, para luego, tras desaparecer, crear un espacio incógnito que emergía reventando en una nueva tierra homónima y salvadora, como si fuera una tabla de náufrago a la que asirse para poder terminar la travesía y devolver al cielo la calma de un ocaso, ya sin luz, o tal vez la alegría de un sol victorioso sobre las mullidas nubes. Porque Carmen seguía sin decidir si la imagen era un orto o un ocaso.

El istmo nunca llegaba a concretarse más que en su imaginación. Y cuando estaba a punto de lograrlo, la simetría se rompía con la intrusión de la barca y el hombre, que unas veces parecía arrastrarla con una soga invisible y otras escapar de una realidad que lo había vencido.

Apenas levemente encorvado, casi sin esfuerzo, esa figura de un Aquiles perdonado por el fuego e inversamente sumergido en las aguas estigias, siempre se creaba en su mente de mayor a menor. Al principio, Carmen veía con nitidez su rostro: una barba de dos días y unos ojos profundos, hundidos en las cuencas incrustadas en una cara quemada por el sol y coronada por rizos negros como el azabache. Luego, se achicaba, muy despacio, hasta convertirse en un rostro desconocido que se oscurecía y Carmen ya no sabía quién era. La desesperación por el olvido le aceleraba el ritmo del corazón y se despertaba sobresaltada: ¡Dios mío! ¿Quién era? Si hace un instante, solo un instante, estaba ahí…Carmen, encendía la lamparita y fijaba los ojos en la sombra que se alargaba hasta que un aura dorada se dibujaba en las aguas de la laguna, intentando reconocerla antes de que una inoportuna ráfaga de viento se la llevara definitivamente. Atrás, casi imperceptible, quedaba un alter ego en la amura de babor de la nave. No parecía reprocharle su huida. Asumía el destino de la barca varada como algo inevitable. Quizá, también él sintió el impulso de saltar por la borda y alejarse antes de que la sombra desapareciera. Pero el olor a sal lo mantuvo lastrado en la cubierta, custodiando el mástil que rompía la línea del horizonte para reventar el cielo y desparramarlo generosamente.

Había noches en las que Carmen se desvelaba y terminaba por levantarse, coger el coche y recorrer las lagunas, buscado inútilmente el escenario. Las recorría una y otra vez, mirando de vez en cuando la fotografía que llevaba en el teléfono móvil. Las gentes contemplaban su errático vagar y meneaban la cabeza: más de uno había perecido en esa locura, decían.

Una mañana, al despertar, la sombra de la figura del hombre sobre las aguas había desaparecido del póster. Carmen no se lo dijo a nadie, pero ese día no pudo pensar en otra cosa.

Al regresar a casa, por la tarde, entró en su dormitorio y observó, consternada, que también había desaparecido la figura humana. Esa noche no apagó la lamparita de la mesilla de noche. Tenía miedo de que, si se dormía, al despertar hubiera desaparecido la barca, la tierra… Así que se quedó mirando el póster con la radio puesta. Luz Casal cantaba un bolero: «Si tienes un hondo penar…piensa en mí / Si tienes ganas de llorar…». De repente, Carmen vio como la barca se hundía poco a poco en la laguna. El sol comenzaba a perder su fulgor y las siluetas de las nubes se difuminaban a medida que las abrazaba la oscuridad. La tierra, el cielo y el agua se fundieron en negro y Carmen sonrió al comprender que la fotografía era la de un ocaso.

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