Cuando era un adolescente pasaba los veranos en casa de mis abuelos paternos en Castilla. Las faenas del campo llenaban por completo la jornada, de sol a sol. Entre ellas había una que consistía en separar el grano de la paja: “limpiar”, que en la era propiedad de mis abuelos requería para su correcto desarrollo que el “aire soplara de arriba”. La tarea exigía cierta habilidad ya que con un pequeño briendo había que lanzar hacia arriba una cantidad de grano y paja y el viento y la gravedad se encargaban del resto.
Una mañana cuando llegué a la era contemplé con estupor que había en ella una gran máquina de color azul. Era una limpiadora. Dos personas se afanaban en llenar la tolva y la máquina, impulsada por un pequeño motor de gasolina, separaba de forma mecánica paja y cereal. Una tarea que antes requería varios días de trabajo pasaba a realizarse en una sola mañana y, lo más importante, ya no dependía de que hubiera o no viento, ni de la dirección en la que éste soplara.
Para mí su adquisición tuvo una consecuencia directa: antes era uno más de los que se afanaban sobre la parva para limpiar, pero ahora, debido a mi juventud, no se me permitía acercarme a la limpiadora ni por supuesto manipularla. Me entraron unas ganas terribles de emprenderla a golpes con la máquina y devolver las cosas a su estado original. Tardaría muchos años en saber que aquel impulso mío se llamaba ludismo y que había nacido en la Inglaterra de principios del siglo XIX.
Hoy, cuando todo lo narrado queda cincuenta años atrás, leo con la misma estupefacción con la que entonces contemplé la limpiadora, que los sindicatos proponen como solución para llenar -las cada vez más vacías arcas de la Seguridad Social- que las empresas tributen por los robots que sustituyen a las personas en la realización de determinadas tareas como si de trabajadores se tratara. ¿De verdad que este neoludismo es la única solución al problema? ¿Dónde irá a parar el I+D+I entonces? Ya puestos nos podemos hacer todos amish y volver al arado.