Vie 26 julio 2024
Tiempos de amor, honor y guerra en el Bierzo
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TERCER PREMIO EN EL X CERTAMEN DE POESÍA «EL ÚLTIMO TEMPLARIO DEL BIERZO, EL SEÑOR DE BEMBIBRE» 

Versificación de la obra de Enrique Gil y Carrasco El Señor de Bembibre (1843). Compuesto en narrativa enmarcada dentro de la estética del “Romancero Medieval”.

 

 


 

TIEMPOS DE AMOR, HONOR Y GUERRA, EN EL BIERZO

I

Esta tierra que contempláis, sabed que llaman El Bierzo;
y entre las aguas oscuras del lago de Carucedo,
entre los frondosos robles, los castaños y los brezos,
y los ríos Boeza y Sil, que alimentan los neveros,
ocurrió una trágica historia que hoy a relataros vengo.

II
Beatriz de Ossorio es la dama, la heredera y esperanza
de su padre don Alonso, del Señorío de Arganza.
Es dulce y caritativa: su nobleza la delata;
mas se encrespa su carácter, y ante la injusticia se alza
enérgica, defendiendo la verdad frente a la infamia.
En el Señor de Bembibre puso un día la mirada,
y tras de sus ojos partieron su corazón y su alma.
Don Álvaro se llamaba el mozo, y Yáñez se apellidaba,
y si era noble por cuna no lo era menos su estampa:
alto y gallardo de cuerpo, la faz tranquila y calmada,
con gestos y con modales que su aplomo revelaban.
Estaba su honor ligado por la familia Templaria,
al ser su tío el Maestre de las tierras castellanas.

III
Mas una tarde maldita, cuando el sol ya se ocultaba,
la informan de un compromiso que deja su sangre helada:
que con el conde de Lemus será pronto desposada.
Doña Beatriz no se arredra, y a su padre le responde
negándose al casamiento, llamando traidor al conde.
Don Alonso, enfurecido, la reprende por soberbia
acusándola de ocultar alguna pasión secreta.
Beatriz contesta: «Padre, si esa pasión existiera
yo la ahogaré en el agua pura y limpia del Boeza,
para hacer, después, de Cristo mi único amor en la tierra».

IV
Poderoso era el de Lemus, y al decir de sus vasallos
el poder y las riquezas eran sus únicos flancos.
Altanero en la mirada, poco leal, menos franco,
avieso en las intenciones y de corazón taimado.
Mas gozaba del favor del rey, y del infante don Juan,
y ambos fueron valedores de su anhelo conyugal.
Para evitar tanta infamia don Álvaro recurrió
al abad de Carracedo, porque hablara en su favor;
y el abad le pone un brete que atenta contra su honor:
que renuncie a los templarios. Don Álvaro se negó.

V
Los vasallos, en el patio, a doña Beatriz aguardan,
que al convento, en Villabuena, va don Alonso a encerrarla.
Allí fueron alaridos, allí, lágrimas amargas
queriendo todos besarle los pies, las manos, la falda.
Al fin partió del castillo sobre una hacanea blanca;
cabalga Nuño a su lado y Beatriz así le hablaba:
«Sé que me quieres bien, Nuño, y que te pesará esta carga,
pero debo recurrir a ti; has de llevar una carta
a mi señor de Bembibre, de forma muy reservada.
«Yo la llevaré, Señora, así sea lo último que haga».

VI
Negra es la noche en el Bierzo. ¡Aúlla el lobo en su cubil!
y a caballo entre las sombras, cruzando el cauce del Sil,
llega Álvaro hasta el templo donde presa está Beatriz;
y la dama, tras la reja, que jurara le exigió
que sin su consentimiento no mancillase su honor.
Juró, al fin, el caballero, con gran pesar y dolor,
y los jóvenes amantes allí se dicen adiós.
Y desde aquella misma reja, en el mismo corredor,
le dice al conde de Lemus, cuando requiere su amor,
que mal puede entregar ella lo que ya a otro hombre otorgó.
Mas don Álvaro una noche del convento la raptó,
y por la orilla del Cúa van a caballo los dos,
hasta que el destino, adverso, su plan de fuga frustró,
y el abad de Carracedo su huida desbarató.

VII
Álvaro cabalga a lomos del su corcel Almanzor,
y partiendo de Bembibre se encamina hacia Carrión,
pues como buen mesnadero del rey, le debe favor.
En la coraza una trenza, del lado del corazón.
En el dedo el anillo que Beatriz le regaló;
y en la mente el juramento que ante Cristo pronunció:
«Juro, que aunque os den por muerto, guardaré un año mi amor,
y después en un convento sepultaré mi dolor».
Álvaro, puesto de hinojos, asimismo prometió:
«Señora, si vos murieseis, así no lo quiera Dios,
no habría mujer en la tierra a quien desposara yo».

VIII
Se armaron huestes de guerra, y tras redobles de tambor
la plaza de Tordehúmos el rey Fernando cercó;
y don Álvaro a su lado ¡tan bravamente luchó!
que en fatal encamisada Juan Núñez lo capturó,
y malherido y prisionero en el castillo quedó.
Mientras tanto en la Urbe Eterna del Temple se abominó
y a don Álvaro, el de Lara, de nuevo indujo a traición.
Más respondió el de Bembibre: «¿Dudáis así de mi honor?»
Fingir su muerte acordaron, porque convino a otros dos,
y un judío nigromante con fama de sanador
le preparó un bebedizo que a don Álvaro durmió.
Tan profundo era su sueño, tan cetrina la color,
que lo dieron todos por muerto, y allí mismo se enterró.
Y una tarde de verano, mientras el arpa rasgaba,
y con cada nota su mente hacia Castilla escapaba,
el galopar de un caballo a Beatriz dejó turbada.
Con el gesto descompuesto y la palidez en la cara,
Millán, el fiel paje de lanza, ante sus pies se postraba
para entregarle las prendas de roja sangre manchadas.

IX
Dos jinetes descendían el puerto de Manzanal,
y en sus ropas se adivina que son gente principal.
Uno era don Álvaro Yáñez que a su casa regresaba,
pensando que aún era suyo el amor que allí dejara.
Y aunque doloroso fue saber a Beatriz casada,
dolió mucho más el silencio al que ella lo condenaba.
Puesto el naipe boca arriba se descubrió la añagaza
y don Álvaro al de Lemus retó a luchar con la espada
emplazándolo en un duelo cuando el rey lo autorizara.
Ofuscado por el dolor, en el Temple buscó amparo,
y sus votos y su hábito juró defender, don Álvaro;
y en clandestina ceremonia, a un cristo crucificado,
escupió y holló de tal forma que grande fuese el pecado.

X
Enfrenta la guerra, de nuevo, al rey contra los templarios,
que junto al río Ferreiros, en Cornatel, son cercados
por la hueste del de Lemus y muchos de sus vasallos.
El alcaide del alcázar, el comendador Saldaña,
a don Álvaro le encomienda una misión arriesgada.
Sonaron los añafiles y respondieron las gaitas;
y por encima de todos se oyó sonar la campana:
era la orden de carga para las équites templarias;
y las huestes del de Lemus, cogidas en la celada,
al monte de las Médulas huyeron en desbandada.
No ceja el Conde en su empeño de asaltar la fortaleza
y escalando sus murallas rendirla de nuevo intenta.
Mas en la angosta garganta que da paso al torreón,
está el señor de Bembibre protegiendo aquel bastión.
Ambos luchan impulsados por el odio que los ciega.
Pero aparece Saldaña, y a don Álvaro le recuerda
que es Cornatel su castillo: suya por tanto es la afrenta;
y enfrentándose al de Lemus lo arroja desde la almena.

XI
En Villabuena, Beatriz sigue en su celda encerrada;
y el abad de Carracedo, con nuevas, viene a informarla
de que ha muerto el conde Lemus, infundiéndole esperanza
de que la suerte de Álvaro no esté ya al Temple ligada,
que el asunto se decidirá en concilio, en Salamanca.
La dama sale del claustro con la salud muy quebrada,
y a orillas de Carucedo, bajo la sierra de Aguiana,
busca remedio a los males que anidan dentro de su alma.
Pero del Concilio llegan noticias buenas y malas.
Y el voto más importante de todos los que jurara:
el voto de castidad, requiere la bula del Papa.
No se arredra don Alonso: ¡por algo es Señor de Arganza!;
y se enfrenta a un largo viaje para remediar la infamia.

XII
Yace Beatriz en el lecho —en la antesala la parca—
y al abad de Carracedo le pide ser desposada.
Y tomando entre las suyas, sus débiles manos blancas
une al Señor de Bembibre con la Señora de Arganza.

XIII
Una campana repica en la capilla de la Aguiana;
y hallan las gentes cadáver al monje que la habitaba.
Nadie su nombre sabía, que el buen abad lo ocultaba.
Pero aquél quince de agosto —fiesta de la Virgen Santa—
llegó al templo una familia que hasta allí peregrinaba;
eran Millán y Martina: Nuño los acompañaba,
y al ver el yerto cadáver, quien fue su paje de lanza,
aún conoció a su Señor, tendido sobre las tablas.
Y así termina esta historia de amores, tan desdichada,
y cómo en tierras del Bierzo murió la estirpe templaria.

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