Es curioso este mundo nuestro. Para empezar, lo que usted y yo, su vecino Borja Mari (el técnico de ascensores) y la hija de Maribel, la dueña de la tienda de la esquina que le vende la fruta, llamamos «este mundo», es solo una parte —y no la mayor—, del Mundo, del verdadero y complejo Mundo; en el que, además, no es fácil orientarse. Y si uno no es capaz de orientarse, mal puede saber hacia dónde tiene que ir.
Hoy en día, decidir qué es lo correcto, intentar hacer el bien, ser una persona decente se convierte en algo titánico. Las reglas que ayer valían, que sustentaban como paradigmas nuestro sistema de valores, son arrinconadas por inservibles. La forma de comportarse, de relacionarnos con los demás, lo que se denominaba «buena educación»: obsoleta, caduca, cuando no directamente abominable. «Seamos, pues, espontáneos», me dirá usted; no, amigo mío, tampoco va la cosa por ahí. La espontaneidad, si no es la políticamente correcta, tampoco sirve. No se arriesgue usted a manifestarla, o saldrá malparado y le pasará como a una amiga de mi familia que era un poco cara dura, bueno: muy cara dura, y mi madre, cuando se refería a ella, siempre decía que era «muy espontánea». Tan es así, que puede mostrarse usted «espontáneamente» grosero y zafio, en un programa de televisión, por ejemplo, y será muy aplaudido por ello. Por el contrario, manifiéstese —incluso en petit comité—, «espontáneamente» contrario a cualquiera de las estupideces que marca la «pijoprogresía» oficial y prepárese para ver cómo se reducen sus «me gusta».
Todo esto, viene a colación por contarles a ustedes que en una Tertulia de la que formo parte, a la que «invitamos» a gente que, nos parece, pueden hablarnos de temas interesantes, tuvimos ayer la suerte de contar con la presencia de Trinidad Amorós, que en una exposición razonada, y sobre todo valiente, defendió delante de un grupo de personas (unos peinamos canas y otros no peinan nada, porque no pueden), en el que nadie cumple ya los sesenta y cinco, la postura crítica del Feminismo contra la «ley Trans». Y ya no se trata tanto de aquello de lo que se discrepe, como de ser capaz de discrepar; aún a costa —como Trinidad contó— de soportar ataques personales.
Satisface, pues, ver que hay voces críticas que no se amilanan y a las que no les importa luchar contracorriente cuando están convencidas de que deben hacerlo. Y a nosotros, pobres mortales…, siempre nos quedara el tango.