El cencerro

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Con cierta periodicidad, no por cíclica exenta de contumacia, vuelven «a la carga» los veraneantes que se creyeron eso del Turismo Rural y se encaminaron, allende los montes, a descubrir cómo viven esas personas que veían en los reportajes de la tele cuando nevaba mucho o llovía mucho, y que al amor de una lumbre parecían tan felices. Pero ¡Ay!, esa vida pastoril, triscando cual cabritillos entre mirtos y aliagas, descubriendo prístinos arroyos, con románticos ortos u ocasos mientras el silencio —ese silencio de oxímoron—, lo llenaba todo…, esa vida, querido, tonto y lerdo veraneante, no existe. Es un invento más de este mundo naif que intenta apartar de la vista todo aquello que puede molestar o herir nuestra fina sensibilidad. Así que no me extrañaría que — al igual que en los telediarios nos dicen «les advertimos de la dureza de las imágenes»—, para proyectar a continuación, sin empacho, una película de los hermanos Cohen, nuestros ínclitos gobernantes dieran la orden de colocar en la entrada de los pueblos un cartel pidiendo disculpas por el olor a estiércol, el canto de las gallinas y el sonido del cencerro de los animales.

No es la primera vez que abordo desde estas páginas el asunto. Ya en Asturias, mi querida patria chica, hubo hace algún tiempo un intento de evitar que los gallos cantaran.  Ahora, y según publica hoy el Diario.es, de Cantabria, el frente se ha ampliado y la pretensión del querido, tonto y lerdo veraneante es que el campo no huela, las campanas de las iglesias no suenen, y, en un ditirámbico y estrambótico salto hacia el vacío, los cencerros de las vacas no suenen. Tal y como lo oyen.

Cuando en mi mocedad iba a recoger el ganado de casa de mis abuelos a los prados donde pastaba durante la noche en verano, el sonido de los cencerros me guiaba hacia la parte del valle en la que se encontraban. Cada uno distinguía el sonido de los cencerros de sus animales, o si estos sonaban en la cuadra de forma anómala durante las noches invernales, indicando que algo raro pasaba.

El cencerro, la choca, la esquila, la changarra…y así podríamos continuar con los nombres que en las diversas regiones de España le dan, tiene una función muy definida: identificar la posición del animal que lo lleva y, en algún caso, su reacción. Ya por ponerme estupendo, y subrayar el acervo cultural, citaré que los cencerros forman parte del atuendo que portan los participantes en determinadas fiestas populares, como los carnavales o la Vaquilla, en Colmenar Viejo y otra multitud de ejemplos que ahora no me vienen a la memoria.

Termino citando una utilidad, menos conocida, del cencerro que el gran Muñoz Seca describió en esa «obra maestra» que es La venganza de don Mendo, cuando puso en boca del marqués de la Moncada:

Ha de antiguo la costumbre,
mi padre, el Barón de Mies,
de descender de su cumbre
y cazar aves con lumbre:
ya sabéis vos cómo es.

En la noche más cerrada
se toma un farol de hierro
que tenga la luz tapada,
se coge una vieja espada
y una esquila o un cencerro,
a fin de que al avanzar
el cazador importuno,
las aves oigan sonar
la esquila y puedan pensar
que es un animal vacuno,
y en medio de la penumbra,
cuando al cabo se columbra
que está cerca el verderol
se alumbra, se le deslumbra
con la lumbre del farol;
queda el ave temblorosa,
cautelosa, recelosa,
y entonces, sin embarazo,
se le atiza un estacazo,
se le mata, y a otra cosa.

Y  yo, me permito advertir a nuestro querido, tonto y lerdo veraneante, como hace don Mendo con el marqués, que tenga cuidado, no vaya a ser que oyendo la esquila…

 No es torpe, no, la invención;
mas un cazador de ley
no debe hacer tal acción,
pues oyendo el esquilón
toman las aves por buey
a vuestro padre el Barón.

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