Inicialmente se planteaba, solamente, apoyar a Ucrania mediante el embargo de los diferentes intereses rusos, la acogida de refugiados y el envío masivo de municiones. De los cartuchos y las granadas de mortero, se pasó al armamento ligero y a municiones más sofisticadas. Después, a vehículos de transporte blindados, carros de combate y, por último, cazas. Y la incorporación al conflicto de todos estos medios de combate, crea un escenario de intervención muy amplio, ya que lleva aparejada una enorme cadena logística de material y personal de mantenimiento, además de la formación y el adiestramiento de los soldados que deben manejar esos medios.
Con cada nueva entrega se afirmaba que «de ahí no se pasaría»; con cada nueva entrega, también, Rusia amenazaba afirmando que se había cruzado «una línea roja». Bueno, ya hemos visto que no, que es mentira, que Occidente enviará lo que haga falta…menos soldados. Porque que es lo único que no está dispuesto a poner en juego: las vidas de sus conciudadanos. Las gentes que gobiernan desde la política, saben muy bien que el inevitable goteo de bajas dañaría de una forma irreparable su «popularidad» y los expulsaría de la moqueta. No hay, pues, razones de índole moral. Es una cuestión de supervivencia política.
La anexión de territorios por la fuerza, no se contempla ya en el mundo occidental. Pero no piensen ustedes que «las conquistas» hace mucho que desaparecieron. Sin ir más lejos, el «Vigía de Occidente», cuando terminó la guerra contra España, en 1898, nos birló, en el Tratado de París, lo que pomposamente titulaban sus periódicos como «los restos del Imperio español». Es decir, cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Con alguno de esos territorios se quedó, incorporándolos a su imperio; en otros permaneció unos años y luego les dio —¿les dio?— la independencia. Lo más curioso fueron las razones que se esgrimieron entonces en el Congreso de EEUU para no incorporarlos como un nuevo estado de la Unión: era impensable que las poblaciones autóctonas, negros e hispanos en su mayoría, pasaran a tener la consideración —y, sobre todo, los derechos— de un ciudadano norteamericano. Por eso preferían «incorporar» territorios con una baja densidad de población, o deshabitados, como las inmensas praderas del Oeste o las congeladas estepas de Alaska. Este mismo planteamiento se impuso cuando «se quedaron» con Nuevo México. Los políticos le preguntaron a los militares «si era una posibilidad real conquistar todo México», y estos le respondieron que sí, que era posible. Nuevamente se planteó el asunto de tener que hacer ciudadanos «pata negra» a vatios millones de mejicanos, con un tono de piel demasiado tostado para el gusto de los «rostros pálidos» de la Costa Este, y se concluyó que no.
Volviendo al asunto central del artículo, lamentablemente, parece que nos queda guerra para rato. Así que, no descarten ustedes que Occidente acabe enviando fragatas y submarinos, y resistiendo, según la frase que acuño el Kremlin, «Hasta el último ucraniano».