Jue 12 mayo 2022
Transporte público
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Yo no suelo viajar mucho en el transporte público, la verdad. Me parece peligroso. Pero no desde un punto de vista físico: no porque vayan a agredirme o a robarme, no, no. Es un peligro más… sociológico.

Cuando me subo a un vagón de tranvía o de metro, a un autobús urbano, la imagen de los viajeros, con la cabeza agachada, la vista fija en el móvil y el gesto como ido, me deprime y estoy seguro de que mi terapeuta (en el caso de que yo tuviera terapeuta) me diría que viajara en taxi.

El transporte público suele ir lleno, y uno ya va teniendo una edad. Yo me situó, como quien no quiere la cosa, frente a algún adolescente a ver si suena la flauta y me cede el asiento; todo eso teniendo en cuenta que levante la cabeza del móvil, claro. Pero ni con esas. Su mirada perdida y su gesto ausente, me dan a entender que no, que seguiré de pie. Aunque, la verdad es que, incluso si hay suerte y queda algún sitio libre, no se puede sentar uno, sin más, a tontas y a locas. Hay que tener cuidado de mantener las piernas cerradas, no vaya a ser que te acusen de micromachismo, que es como la mala educación, pero solo en los varones “heteros”.

En esto de que los hombres tengamos la costumbre de tener siempre las piernas abiertas cuando nos sentamos, hay mucha confusión, y mucha leyenda urbana. Los varones, antes, bueno… mucho antes, cuando aún éramos cejijuntos, teníamos pelo en los hombros: mucho. Y cuando entrabamos en conflicto de intereses con otro cejijunto —casi siempre por cuestiones copulativas (no confundir con las conjunciones, eso es otra cosa) — erizábamos el pelo de los hombros para aparentar que éramos más grandes de lo que en realidad éramos. Cuando nos hicimos Sapiens (no deja de ser curioso que a una especie como la nuestra, que sigue matándose a palos en cuanto tiene oportunidad, la llamemos “Sabia”), el pelo empezó a caerse y, más tarde, se puso de moda la depilación. Tanto es así, que hasta las aguerridas legiones romanas empleaban gran parte de su tiempo en quitarse los pelos unos a otros. Esto lo cuenta Posteguillo, y dice que cuando Escipión llegó a Tarragona y vio el panorama, reunió a los centuriones y dijo: “¿Pero qué mariconada es esta? Mañana a las ocho, todos en formación, con el equipo de combate y dos estacas de la empalizada cada uno” —que era como viajaban los legionarios de la época—, y les cascaba cuarenta kilómetros diarios. Unos meses después, bajaban en una semana desde Tarragona hasta Cartagena y le birlaban la plaza a los cartagineses, bien es verdad que mandaron las estacas y los demás aperos en barco e iban ligeritos de equipo.

Pero retómenos el hilo, que me he ido por los cerros de Úbeda. Al perder el pelo de los hombros, como ya dije, hubo que recurrir a otras performance para disuadir al competidor y pensaron que si uno abría mucho las piernas, el otro pensaría que los tenía muy grandes. ¡¿Qué cosas, verdad?!

Otro de los peligros del transporte público es que te conviertes en protagonista involuntario de situaciones sobrevenidas. En contra de mi costumbre, ayer me vi obligado a coger el tranvía. (Esto de verse obligado es algo curioso. La gente lo utiliza mucho para escurrir el bulto, porque, en realidad, nadie me obligaba, podía haber ido andando). La cuestión es que mientras esperaba al tranvía, a mi lado estaba una señora de cincuenta y siete años. Usted dirá ¿cincuenta y siete, qué pasa, que le enseñó el carné? Tranquilo, hombre, todo a su tiempo. La señora, como digo, hablaba por teléfono ¡cómo no! con una amiga, para advertirle que llegaría tarde a la cita, que había perdido el tranvía anterior por unos segundos, incluso echó una carrerita y todo. Luego intentó ir en el autobús y se fue a la parada, pero nada, ya había pasado ¡qué mala suerte! Mientras hablaba vio a un primo suyo, —según le dijo a su interlocutora—, y se fue a saludarlo. De repente regresó apurada, explicándole a la otra parte, que se había dejado el bolso en el banco, pero que, menos mal, que un señor (el señor era yo) se lo estaba cuidando. Ahí, me convertí en protagonista sin comerlo ni beberlo, pues ni le estaba cuidando el bolso, ni me di cuenta de que se lo había dejado. Después comenzó a “vender” a su primo. El zagal era superviviente de tres matrimonios. Ya en el tercero tuvo una nena, monísima, que ahora tenía siete años, y él cincuenta y siete, eran de la misma edad (Ven como todo tiene su explicación). Pero ahora estaba “libre”. Mi compañera de parada del tranvía, continuó la “venta” explicando que su primo estaba muy bien físicamente, y muy moreno, claro, como era hamaquero de playa; así que, si estaba interesada (la del otro lado del teléfono) ella se lo presentaba. Incluso le dio a entender que entre ellos había habido algo; no especificó si entre la primera mujer y la segunda o entre la segunda y la tercera.

Como un Prometeo salvador, llegó el tranvía. Nos subimos en vagones diferentes. Cuando llegamos al destino, unos veinte minutos después, la mujer salió al andén, y vi que seguía con el teléfono en la mano.

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