He pasado unos días en mi Asturias natal por motivos familiares. En el domicilio paterno, además de otras obligaciones, asumí la tarea de pasear tres veces al día a Roky, un yorkshire de tres años que tiene mi madre. En principio nada de particular: millones de personas diariamente en todo el mundo pasean a su perro.
El itinerario era siempre el mismo: desde la vivienda hasta un pequeño parque de unas cuatro hectáreas que hay muy cerca. Una vez allí soltaba al perro y este deambulaba olisqueando metódicamente cada árbol y “marcando” a continuación el lugar con un chorrito de pis. De vez en cuando la cosa pasaba a mayores y había que sacar la preceptiva bolsa de plástico.
Pero lo interesante no han sido las costumbres del perro, sino el universo de relaciones que se establece sobre la base del mismo con los demás paseantes de cánidos.
Todos ellos se conocen entre sí, aunque en realidad, en la mayor parte de los casos, ignoren sus nombres, ya que el individuo más allá de su condición personal, pasa a identificarse como “el dueño de”. Así el cuarentón lleno de tatuajes con el pelo rapado, es el dueño de Sam, y la rubia despampanante con mechas californianas es la dueña de Pancho; el abuelito que pasea su “mil leches” (no se sabe muy bien quien pasea a quien) es el dueño de Dino, y el adolescente que cumple de forma ostensiblemente molesta con la función de pasear al perro de su madre es el hijo de la dueña de Laika.
El perro se convierte de esta forma en el elemento determinante de la relación. El saludo inicial nunca es entre los paseantes, sino siempre primero con el perro. ¡Hola Roky! Al instante te das cuenta de que la persona que se dirige al animal, lo conoce; pero obviamente no solo conoce al perro, conoce al dueño del mismo y cuando comienza una conversación, aparentemente trivial, te vas dando cuenta de que sabe de tu vida más que tú mismo: dónde vives; a que te dedicas; con quien estas casado o de quien te has separado; cuantos hijos tienes y que han estudiado. Todo un edificio que ha sido construido a lo largo de muchas tardes de paseo dando vueltas alrededor de parque.
Mientras tanto los chuchos a lo suyo: a olisquearse, a corretear y a recibir periódicamente avisos de sus dueños sobre comportamientos inadecuados mediante interjecciones continuas, pronunciando su nombre en tono amenazante, que es otra de las constantes de la relación.
Visto lo expuesto, tal vez deberíamos de plantearnos que los perros, más allá de la relación sentimental con sus dueños, deberían figurar como unos de sus datos de identificación como lo ilustra la siguiente anécdota acaecida durante los días que he narrado en estas líneas.
Dos amigas de mi madre, compañeras de paseo perruno, se fueron a verla al hospital cuando estaba convaleciente de su operación. Al llegar al punto de información se dirigieron a la persona que lo atendía preguntándole por el número de habitación de la paciente y facilitando su nombre de pila. Lógicamente la funcionaria le preguntó los apellidos y ambas cayeron en la cuenta de que no los sabían. Pero a una de ellas se le iluminó el rostro y dijo con naturalidad y absoluta rotundidad: bueno, tiene un perro que se llama Roky.