Vie 18 agosto 2017
BARCELONA
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Hoy la Prensa de todo el planeta se llenará con artículos sobre el atentado terrorista de ayer en Barcelona. Las redes sociales estarán colapsadas por los mensajes de apoyo a las víctimas y por las muestras de condolencia, oficiales y particulares, de millones de ciudadanos. Habrá minutos de silencio, banderas a media asta y declaraciones de los dirigentes políticos llamando a la calma y a la resistencia pacífica frente al terror. Expertos de salón analizarán los hechos en las televisiones y extraerán consecuencias que no por obvias serán menos aplaudidas. Pero la realidad, la cruda realidad, es que Occidente no sabe cómo acabar con esta clase de terrorismo que no precisa de la compra de armas o explosivos, de campos de entrenamiento, de adiestramiento para matar. Una vez más, el sofisticado mundo que hemos creado se queda patéticamente inmóvil ante una situación para la que su actual sistema de riesgos y responsabilidades no sirve.

La violencia, en cualquiera de sus formas, incluso la legitima ejercida por los estados en defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, ha evolucionado a lo largo de la historia más deprisa que las formas de contrarrestarla. Hay, pues, una guerra, solapada si se quiere, pero guerra; y detrás de ella ¡Oh, la religión! Dos formas diametralmente opuestas de concebir el mundo, la convivencia, los derechos y las obligaciones.

La guerra y la religión han recorrido un largo camino juntas; y siguen yendo de la mano porque ambas suponen un acto irracional en sí mismo. Ambas, como hechos sociales que son, a lo más que han llegado es a organizarse en sus formas, pero sin modificar su fondo de irracionalidad. Es decir: la guerra se ha dado convenios, tratados, normas que regulan la forma de “matarse”. Y la mayoría de las religiones, con el paso del tiempo, han revestido sus enunciados excluyentes de formas que han derivado hacia lo social. Por eso una guerra en la que el uno de los beligerantes “rompe  las normas” es desestabilizadora. Fundamentalmente porque el otro no sabe inicialmente como responder a la agresión.

La población civil ha sufrido desde siempre las consecuencias del horror de la guerra. Eso no es nada nuevo. Pero a la tragedia que supone la muerte, se une en este caso la imposibilidad de explicar en hecho en sí, de una forma racional. Cuando una ciudad es bombardeada, el que la habita sabe que el próximo proyectil puede caer en su casa. Vive con esa tragedia. En el campo de batalla, el soldado, el combatiente, es consciente del hecho de que se enfrenta a otros soldados y de que puede morir en esa lucha. Pero cuando alguien sale de paseo una tarde de verano por el centro de una ciudad como Barcelona, en lo último que piensa es en que un grupo de asesinos pueda arrebatarle la vida.

Descansen en paz.

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