De nuevo la Navidad ha sido blanca, y una vez más tampoco nevó a gusto de todos. El caso es que nevó, nevó en la piel de toro, y a pesar de la previsión meteorológica y del sofisticado sistema de controles, cámaras incluidas, que vigila nuestras carreteras, varios miles de personas se quedaron atrapadas durante la noche en el interior de sus vehículos. En este último episodio hubo un actor más, ya que fue en una autopista de peaje y la empresa responsable de la misma, después de cobrar por el servicio, vino a decir que no estaba en condiciones de prestarlo. En cristiano un incumplimiento de contrato.
Las declaraciones de los políticos sobre el asunto son irrelevantes, ya que cambian en función del puesto que ocupen: gobierno u oposición. Nada que ver con el interés público. En todo caso subrayar el sonrojo que le produce al contribuyente ver a unos exigiendo y a otros excusándose, según el caso. Y el Ejército, la UME, además de la Guardia Civil, y según he leído también buenas personas de zonas cercanas, se echaron al monte y cumplieron con su deber.
Pero el asunto no es tanto de quién es la culpa del caos que se genera en estas situaciones, si no por qué el ciudadano se siente en una situación de caos y de abandono.
Es este un problema del individuo inmerso en la cultura occidental urbana; ese individuo al que se le ha “vendido” que el mundo en el que vive, no se para por una tormenta, una nevada, una inundación o una cola de calor. El mundo actual debe seguir funcionando a pesar de todo eso y si no funciona, alguien tiene que tener la culpa. No importa que hayamos adoptado como hábitat conurbaciones de las que solo se entra o se sale por estrechas vías, que los días de ocio se determinen por rígidos calendarios laborales, que las citas, del carácter que sean, tengan siempre un carácter ineludible. La soberbia del urbanita ha sido tan convenientemente estimulada por la sociedad de consumo, que un teórico sistema de prevención y seguridad, que combina lo público y lo privado, le hace creerse por encima de los vaivenes de la naturaleza.
Pero de vez en cuando la naturaleza gruñe, sólo un poquito, y entonces, allí, en medio de la noche, sin agua, sin comida, sin cadenas, con los niños y la suegra en el asiento de atrás, se da cuenta que su impresionante todocamino de 45.000 euros, aquél que salía en el anuncio recorriendo una sinuosa carretera y con el mensaje de “conduce hacia tu libertad…” lo ha dejado igual de tirado que al resto de forzados convecinos de ruta.
Los MCS no salen mejor parados en su contribución al show. Al día siguiente del “desastre”, el becario de turno de la televisión que ustedes quieran, subirá hasta el pueblo que la carretera le permita, se apartará unos metros, los suficientes para que la cámara capte un plano nevado y vacas u ovejas, según la zona, para entrevistar a un lugareño formulándole preguntas que por obvias resultan estúpidas. El campesino no se descojonará abiertamente porque es una persona educada, y le dará los tópicos que sabe que va buscando el reportero. Hay una posible variante si el entrevistado es neorural, en este caso puede que se queje de que se ha quedado sin wifi y no puede seguir la cotización del IBEX 35.
Pero no hace tantos años, la generación rural de nuestros abuelos (yo ya peino canas) no sentía en absoluto esa sensación de abandono y aislamiento ante una situación puntual o prolongada de tiempo “hostil”. En Sayago, Zamora, la tierra de mi padre, si al levantarse y salir al corral mi abuelo veía un manto blanco cubriéndolo, se enfundaba un tabardo, recorría los escasos metros que lo separaban de los establos y proveía a los animales de agua, paja y algo de pienso. Luego recogía algo más de leña de lo habitual y se sentaba frente a la lumbre, donde ya mi abuela había colocado un puchero que en el que herviría lentamente durante varias horas el cocido. De vez en cuando salía de su bolsillo una petaca llena de picadura y un librito de papel de fumar; con parsimonia liaba un cigarrillo que luego encendía con un tizón. A la derecha del hogar estaba el horno de pan, y a un costado la artesa; de varios varales colocados en el techo de la cocina, colgaban los embutidos… Nada era urgente en su mundo.
Obviamente no podemos volver a ese mundo, pero sí preguntarnos qué cosas de las que contenía pueden recuperarse y adaptarse a nuestra existencia actual.