Habrán visto ustedes el vídeo en Internet y la noticia en los informativos de las cadenas nacionales: «Un juez cierra un gallinero en Soto de Cangas (Cangas de Onís, Asturias) ante las quejas del propietario de un hotel rural por que el canto de los gallos molestaba a los huéspedes».
La verdad es que hay diferentes versiones del asunto y no todas coincidentes, pues parece que no ha sido el auto de un juez, sino el ayuntamiento de Soto el que ha abierto expediente sobre la base de la falta de licencia para la actividad (cría de gallinas).
Pero más allá de si media en el asunto juez o ayuntamiento, la cuestión es que un paisano mío, más cabreado que don Pelayo cuando al volver de Córdoba, Munuza (que era el moro que entonces mandaba en Gijón) lo llamó “cuñao”, y quien, por cierto, también se fue a Cangas de Onís a rumiar su cabreo, despotrica en el vídeo contra el turista rural, intercalando profusamente juramentos sobre el hecho en cuestión.
El problema del neorural de fin de semana, es que está contaminado y es incapaz de sentirse a gusto en la naturaleza real, tan diferente de la que él idealiza desde el sillón de su oficina contemplando bucólicos paisajes en la pantalla del ordenador.
Así, cuando llega al paraíso soñado y se baja del todoterreno, la niña pisa una boñiga de vaca (porque nunca ha visto ninguna) y su padre se cabrea porque “el campo está sucio”; las cuadras huelen mal, porque en ellas hay animales que cagan a diario (varias veces); el río hace ruido por la noche y no les deja dormir y sí: ¡los gallos cacarean a las dos de la mañana!
—¿Pero éstos no cantaban al alba? Si yo lo he leído en algún sitio…
Cualquiera que se haya criado en el campo, sabe que los gallos cantan a las horas y a las deshoras; que las campanas del reloj de la iglesia del pueblo tocan los cuartos, las medias y las horas; que las vacas a las siete, si no las ordeñan, ya están mugiendo pidiendo que les acaricien las ubres; que los perros ladran aunque los vecinos no cabalguen; que los pájaros se ponen a veces muy pesados y te entran ganas de coger la escopeta y liarte a tiros, que estás hasta los “güevos” de los trinos.
Lo que el campo no es, desde luego, es una jaula de Faraday en la que te metes con un libro y un gin-tonic para aislarte del mundo.