Miguel Gila cumpliría hoy cien años. Hay personas que nunca deberían morirse, y si se muriesen el gobierno debería ocultárselo a la población, crear un avatar para seguir sacándolo en la televisión y reproduciendo sus actuaciones. Aunque, la verdad es que no estoy muy seguro de si a él le gustaría seguir haciendo humor hoy día.
Gila hacía un humor limpio, exento de recursos fáciles como son los tacos o los insultos y descalificaciones. Superponía el absurdo a la realidad de tal forma que al final, éste se imponía sobre aquella, por descarnada que fuera. Ensalzaba el hecho simple y cotidiano elevándolo a una categoría épica.
En mi familia Gila ha sido siempre un humorista de referencia. No hay vez que se ponga morcilla en la mesa que al probarla alguien no diga: “Paice que pica un poco, decía el tío gurriato”, en alusión a uno de sus célebres monólogos en el que el protagonista le añadía a la morcilla los polvos de sulfatar las patatas que le había dado el “sindicato” ese año, e invitaba en el bar a todos los parroquianos.
Yo sigo recuperando de cuando en cuando sus monólogos. Y me sigo riendo como si fuera la primera vez que los escucho. No recuerdo a que director de cine le preguntaron una vez por qué Casablanca era una buena película; y él contesto: “porque aunque la hayas visto muchas veces siempre esperas que, al final, Ingrid Bergman no se suba al avión”. A mí con Gila me pasa lo mismo. Creo que me sé de memoria alguno de sus monólogos, pero cada vez que los veo me siguen haciendo reír como si fuera la primera vez.