Cuando los necesitó, allá por las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, fue a buscarlos. Los sacó de detrás de la mancera de su arado, les quitó de las manos las hoces y sustituyó sus boinas y sombreros de paja por cascos de plástico. Les dijo que en el campo no había presente, y mucho menos futuro. Que la nación los necesitaba en sus fábricas, en la construcción de las nuevas infraestructuras que hacían falta para modernizar el país.
Muchos se lo creyeron. Dejaron sus pueblos, sus aldeas, y en autobuses asmáticos y trenes renqueantes, en vagones de tercera con asientos de madera, fueron dejando atrás la única vida que conocían hasta entonces.
La ciudad los hacinó inicialmente en barracones. Eran hombres en su inmensa mayoría, y su paso por el ejército hacía que aquello no les resultara extraño. Por las tardes, después de diez o doce horas de trabajo, recorrían la ciudad en busca de alguna casa que admitiera posaderos y les devolviera algo de ambiente familiar.
Poco a poco fueron trayendo a sus familias. Con compañeros de trabajo alquilaban viviendas con derecho a cocina, donde mujeres desconocidas hasta entonces, aprendían a convivir, a compartir la cena y las penalidades de una vida que no era tan idílica como su marido les había escrito en sus cartas. A menudo la población local los rechazaba y eso se notaba en la cola del mercado o en el baile del domingo.
Luego llegaron las barriadas obreras. Casas pequeñas pero capaces de acoger ya a una sola familia. Con lujos impensables como cuarto de baño con media bañera y nevera en el comedor, porque en la cocina no entraba. Cada edificio, cada portal era una miscelánea de la España rural, del norte al sur, del este al oeste. Se mezclaban los acentos, cuando no las lenguas y del desarraigo común nació un arraigo nuevo en la tierra que los había acogido y les daba de comer.
Pasaron los años. Nacieron sus hijos a los que llevaban al pueblo en las vacaciones de verano, porque en el fondo de su alma seguía estando presente el paisaje duro y agreste que los había visto nacer.
Algunos, cuando se jubilaron, regresaron. Arreglaron la vieja casa de la familia e intentaron recuperar… ¿recuperar qué? Ya no quedaba casi nada de lo que ellos dejaron. Pero habían invertido sus ahorros en aquél proyecto final y había que quedarse.
Allí se juntaron con aquellos que no se habían ido. Ahora eran ya casi tan desconocidos como los que habían encontrado en la ciudad cuando llegaron.
Y todos, los que se quedaron y los que se fueron y regresaron, se dieron cuenta de que la Nación ya no los necesitaba, ni a ellos ni a sus hijos. Había cerrado sus fábricas y terminado de construir sus infraestructuras, y cuando necesitaba mano de obra acudía a gentes venidas de otras tierras, gentes que como ellos habían dejado una miserable vida con la promesa de un futuro mejor. Personas que, al igual que ellos habían vivido primero hacinados y luego compartido piso y que….también eran rechazados por la población local.
Pero la siguiente generación ya no volvió. Los pueblos se fueron quedando sin gente, los campos sin animales y la tierra sin cultivar. Las políticas agrarias se decidían en lugares muy alejados, en las sedes de la Europa Comunitaria, y las subvenciones que habían mantenido oculto el fracaso de esas políticas, ya no eran una prioridad.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, llegaba al pueblo un reportero para constatar con la estupidez que siempre se deriva la obviedad, que en el pueblo casi no quedaba nadie.
Un día se dieron cuenta de que ya no podían conducir, de que no recordaban cual era la contraseña del teléfono móvil o el código de la tarjeta del banco. Pero daba igual porque la carretera estaba hecha unos zorros, Internet no tenía cobertura y el empleado del banco que venía en el autobús oficina, se sabía de memoria la contraseña de todos los usuarios…total, tampoco eran tantos.