LAS REVOLUCIONES HECHAS POR INTELECTUALES SON SIEMPRE MUY PELIGROSAS

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Aunque el origen de la utilización de la energía que proporciona el vapor de agua se remonta a la Grecia Antigua, será el escoces Watt quien pasará a la historia como el que fue capaz de concretar su uso aplicado a una máquina. Desde entonces  sabemos que en un recipiente que acumule presión, si una parte de la misma no se libera, este termina por explosionar. En el proceso es fundamental la espita, en su acepción de válvula, ya que es la encargada de regular esa presión interior y liberar la cantidad necesaria de vapor para que la caldera no reviente.

El nuevo presidente de la Generalidad catalana, el señor Torra, solo ha venido con una misión: cerrar la espita.

Los políticos al uso saben que nunca hay que cerrar aquellas vías que permitan a la política seguir cumpliendo su función. Es decir: pueden cerrar una autopista en un momento determinado, pero nunca la vía de servicio. Su concepto de la política se fundamenta en lo práctico: viven de ella; y su objetivo es, básicamente, la consecución y sobre todo la conservación del Poder, pero siempre dentro del sistema.

En el caso del señor Torra, según dicen los que se autoetiquetan exégetas de su pensamiento, es un intelectual y los intelectuales, querido amigo, son harina de otro costal.

La generalización del término intelectual es relativamente reciente, ya que tiene su origen en la Francia de finales del XIX en la que comenzaron a denominar como tales a los que, perteneciendo al mundo del arte y la cultura, se manifestaron como defensores del capitán Dreyfus, un famoso (hoy diríamos mediático) caso de espionaje, impregnado de antisemitismo.

A propósito de la intervención de los intelectuales en la política, el historiador y periodista norteamericano Mark Lilla ha escrito dos libros que vienen  como anillo al dedo en la cuestión que nos ocupa: “Pensadores temerarios” y “La mente naufragada”. En un artículo de Ramón González Férriz en el cual analiza las obras, leo los siguientes párrafos:

En ‘Pensadores temerarios’, Lilla repasa las biografías de un puñado de intelectuales que, a lo largo del siglo XX, se sintieron atraídos por la política y acabaron apoyando a regímenes totalitarios, fascinados por sus líderes. Y considera que esto es siempre una tentación para la gente de letras: enamorarse en exceso de figuras carismáticas, llenas de furia y sed de justicia, que prometen solventar todos los problemas del pueblo aniquilando (física o políticamente) a sus adversarios, que para ellos son una especie de no-pueblo.”

“El intelectual, siempre tiene escondido en su interior a un mesiánico, y si las circunstancias le dan pie, puede acabar poseído por él y vender su alma a la política del odio.”

Imagino que, sin más datos, ya han sido capaces de establecer ciertas correlaciones. Continúa González Férriz:

“’La mente naufragada’, hace un retrato de los intelectuales que ven con pánico la modernidad, ese mundo complejo en el que vivimos, lleno de opiniones, intereses y formas de vida siempre en conflicto, siempre en competición. Los reaccionarios suelen creer que en algún momento del pasado la sociedad se dejó llevar por el fraude de la democracia burguesa (actualmente, diríamos que por el neoliberalismo), y que la única solución para los problemas de desarraigo y alienación que sufrimos es regresar al pasado, a un mundo más puro y menos complejo. En este mundo, todo volvería a encajar con los designios del dios o de la ideología que haya elegido el reaccionario, puesto que los hay de derechas, de izquierdas, religiosos y ateos.

Pero quizá el ejemplo más claro esté en el marxismo. Mientras que Marx hablaba de los intelectuales orgánicos como aquellos que, aunque pertenecieran a una clase “superior”, su compromiso político los llevaba a la defensa de los desposeídos, el desarrollo y la posterior concreción de sus teorías por Lenin dio lugar al marxismo-leninismo, mucho más pragmático que la utopía marxista. El golpe de gracia se lo dio luego papaíto Stalin, instaurando un régimen de pensamiento único que se prolongó hasta finales del siglo XX, con el apoyo, por cierto, de muchos intelectuales.

Yo reconozco que es tentador el regreso a ese mundo ideal en el que la maldad, consecuencia siempre de la sociedad burguesa y capitalista no existe. Pues nada en EE.UU. hay varios estados donde los amisch siguen llevando esa “idílica” vida. No hay más que sacar el visado.

Termino con un pensamiento de Umberto Eco: “Las revoluciones hechas por intelectuales son siempre muy peligrosas“.

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