Acabo de terminar de leer Los besos de Lenin, de Yan Lyanke. Lo compré este verano en la Feria del Libro de Madrid; y junto con otros libros que me regaló Dani, un buen amigo de mi hija, me los traje hasta Alicante para ir rellenando las tardes de este final de verano.
Esta mañana, cuando veía en las noticias a jóvenes universitarios agitando la bandera de la extinta URRSS en la Universidad de Barcelona, pensaba que seguramente no habrían tenido tiempo de leer todavía a Yan Lianke; ya se sabe que los universitarios tiene mucho que leer.
Lo de agitar banderas está bien, sobre todo en la universidad. Claro que agitar las banderas de las dictaduras de izquierda no es lo mismo que hacerlo de las de derecha: en el primer caso es libertad de expresión y en el segundo fascismo y por ende provocación.
Pero, continuando con el libro, me ha resultado especialmente imaginativa la trama que desarrolla el autor para ejercer una feroz crítica del sistema comunista chino (o el que a usted le convenga mejor). Más allá del poético lenguaje que, en mi opinión, a veces empalaga un poco, el análisis sociológico que encierra es de matrícula de honor.
A través de sus páginas se narra la historia de los habitantes de una aldea perdida en las montañas, todos discapacitados físicos, y que no conocen más felicidad que la que les otorga su día a día campesino. Tampoco necesitan más. Pero el “sistema” termina llegando a su puerta, e introduciendo en su vida conceptos que, aunque les son ajenos, acaban por cautivarlos. La megalomanía de un jefe político los conduce a ganar grandes cantidades de dinero que desestabilizan su concepto de comunidad. Y es que, como dice George Simmel en su Filosofía del Dinero:
“El sentimiento de seguridad que ocasiona la posesión del dinero es seguramente la forma y expresión más concentradas y aguzadas de la confianza en la organización y el orden estatales y sociales”.
Es por esto, que también hemos asistido hoy a una suerte de maniobras ¿? para que las multas impuestas por un juez a una serie de personas por colaborar en la comisión de un delito, no repercutan en su patrimonio. Porque lo del patrimonio es algo “mu particular” que diría Sabina. A mí siempre me viene a la memoria con estas cuestiones del patrimonio, un viejo chiste en el que se narraba una discusión entre un comunista y un liberal a propósito de la propiedad privada:
– Si usted tuviera un coche de su propiedad ¿qué haría?
-Lo llevaría a la puerta del local del Partido para que lo utilizara el camarada que lo necesitase.
– ¿Y si tuviera una motocicleta?
– Exactamente lo mismo. La dejaría en la puerta del local del Partido.
– ¿Y si tuviera una bicicleta?
Entonces el comunista dudó; miró a izquierda y a derecha y bajando la voz le dijo a su oponente político:
– Oiga, es que bicicleta… sí que tengo.