Recientemente hemos pasado mi mujer y yo, unos días en Israel, más concretamente recorriendo “Los Santos Lugares”. Nos acompañaba un fraile franciscano que hacía las funciones de guía. Los franciscanos tienen encomendada la custodia de Tierra Santa desde 1342, y tratan por todos los medios de que la Iglesia Católica de Rito Latino, no pierda prerrogativas en un complicado escalafón al que concurre una pléyade de iglesias cristianas, además claro está, de judíos y musulmanes. No parece, sin embargo, que las cifras sean esperanzadoras en relación con la presencia cristiana, ya que ésta no llega al dos por ciento (eso sumando todas las iglesias de los diferentes cultos) de una población total que ronda los once millones de habitantes. Además los caladeros para reclutar “pescadores de hombres” que quieran dedicar su vida a Dios, ya están agotados en la laica Europa, y las barcas han tenido que virar para echar sus redes en África e Iberoamérica.
La situación presenta a veces tintes surrealistas. Y es que no es fácil mantener el “Status quo” que regula, además de la propiedad de los Lugares, los actos litúrgicos que se celebran en los mismos. Por ejemplo, la apertura y cierre de la Basílica del Santo Sepulcro es, responsabilidad de dos familias musulmanas, transmitiéndose la misma de padres a hijos. La propiedad del Cenáculo, la ostenta el Estado de Israel. Por cierto que nos quedamos sin poder verlo porque realizamos la visita en “Sabbat”, y por razones que no conseguí entender, la puerta estaba cerrada, aunque el vigilante estaba en su puesto y simuló buscar la llave durante diez minutos, sin resultado positivo.
A todo ello es preciso sumar la complicada y endémica situación política del estado de Israel y los territorios de la Autoridad Palestina, ya que el recorrido por los Santos Lugares transita sin cesar de un parte a la otra, atravesando en Jerusalén el impactante Muro que la divide en dos.
Otra de las cosas que llama la atención es la distorsión entre la imagen que uno conserva en la memoria de los distintos lugares en los que nació, vivió y murió Cristo, sobre la base de las ilustraciones y descripciones de los libros en los que estudió la Historia Sagrada, y la realidad que materializa sobre ellos unas construcciones religiosas de distintas épocas, algunas de mediados del siglo pasado.
La palabra tradición aparece con frecuencia a la hora de explicar la situación geográfica de muchos de los lugares visitados, lo cual supone una incerteza que se justifica en función de los dos mil años trascurridos desde los hechos narrados y el dominio alternativo de judíos, cristianos y musulmanes de los mismos. Quizá los entornos más evocadores son los que rodean el Lago Tiberíades, en las aldeas por las que transcurrió la vida pública de Jesús.
La afluencia de visitantes es más que notable: en algún caso agobiante. Grupos de personas de los cinco continentes, con gentes de las más diversas razas, recorren incansables santuarios y basílicas con recogimiento y acendrada religiosidad. Valga como ejemplo la Basílica del Santo Sepulcro, donde el culto no se interrumpe jamás, continuando día y noche, bien por los fieles, bien por los religiosos que comparten su gobierno.
Pero el caso es que las tres religiones del Libro conviven, con mayor o menor tirantez, pero conviven. Incluso se complementan en el desarrollo de la vida diaria de la ciudad, alternando sus obligaciones en relación con las prácticas a desarrollar en sus respectivos días sagrados.
Finalmente, resaltar que para las personas educadas en la religión Católica, más allá de su religiosidad, una visita a Tierra Santa es algo ante lo que resulta difícil permanecer indiferente.