Todas las revoluciones, sean de base social o de tendencia nacionalista, tienen sus “rufianes”. Son tipos duros, chulos por naturaleza y no exentos de un cierto empaque que manejan con una gran dosis de teatralidad. Su papel es fundamental en los conocidos como “períodos de crisis”, en los que su disciplina, voluntarismo y falta de escrúpulos, están al servicio de un gobierno centralizado especialmente necesario por las amenazas externas o internas que se viven, llegando generalmente en esta fase a la cima del proceso. Estos gobiernos iniciales están dirigidos por un grupo a las órdenes del líder, en el que un conjunto relativamente pequeño de adeptos monopoliza la administración, estableciendo tribunales especiales y no respetando las libertades individuales.
En The True Believer (El verdadero creyente) Eric Hoffer define el proceso a la perfección: “las revoluciones son preparadas por hombres de palabras, intelectuales; realizadas por fanáticos y, por último, domeñadas por hombres de acción prácticos”
Pero tras los procesos revolucionarios, las sociedades vuelven al orden previo a la crisis, y el ideal de una república feliz es abandonado, dándose una reacción en la que vuelven al poder los moderados. Es lo que se conoce como reacción termidoriana; en ella los rivales políticos regresan a las Instituciones. Los plebiscitos que fueron la base de la revolución, se restringen por temor a que acaben con el nuevo orden establecido, y los radicales son postergados y sus principales dirigentes son eliminados o desterrados. Es el fin de los “rufianes”.