Mar 16 abril 2019
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Esta última semana he notado, en general, un ambiente más tenso, más crispado. Se nota sobre todo cuando vas conduciendo, en la cantidad de veces que el personal se pita utilizando el claxon del coche a modo de inconfesable metonimia aunque fácilmente deducible por otra parte.

A mí me han pitado esta semana en dos rotondas y un paso estrecho. Bien es verdad que en lo que se refiere a cómo circular en las rotondas, los españoles hacemos gala de esa división secular que nos hace ser siempre toristas o toreristas; ni la Guardia Civil es capaz de aclararse con el asunto.

No se le ocurra nunca polemizar con un buen amigo, si de verdad lo aprecia, sobre la forma correcta de incorporarse o cambiar de carril en una rotonda, será el principio del fin de su amistad. Y mucho menos aún  con una mujer, porque entrará en escena el componente heteropatriarcal y ya está usted jodido.

Yo juro o prometo, aprovechando el leguaje marcheniano, que cada día pito menos. Sí, sí, me refiero a Manuel Marchena, el presidente del Supremo, ése que tanto nos está ilustrando a todos estos días; nosotros, que crecimos viendo películas en las que fiscales y abogados eran esas personas que hacían brillantes alegatos y acogotaban al testigo en el estrado hasta que éste, acorralado por la elocuencia del letrado, confesaba: sí fui yo. Yo lo hice, lo confieso.

Y resulta que nada era como en el cine. Abogados y fiscales se cuidan muchísimo de no irritar a su Señoría que a la mínima le suelta aquello de: «Señor letrado, no entre en debate conmigo».

Pero volviendo a lo nuestro: la gente está muy tensa. Te cruzas en la calle y el otro te mira como intentando adivinar a quien vas a votar ¿Será votante de…? Yo siempre he mantenido en secreto mi voto. Creo que es uno de los pocos actos íntimos que nos quedan. Es cierto que todo el mundo te ve ir a votar, pero también te ven ir al baño y nadie sabe si vas a “tirar del pantalón” (que así denominaba mi abuelo ir a cagar), o a poner mensajes con el móvil.

Así que debe ser porque uno ya comienza a ver el final del partido y cada vez tiene más claro que le quedan los minutos que añada el árbitro, y a veces el árbitro es muy cabrón, y acaba uno llegando a la conclusión de que no merece la pena cabrearse casi por nada.

 

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