Les confieso que hoy me ha costado decidirme a escribir; y no por falta de ganas, que, aunque leí en su día con afición el Derecho a la Pereza de Paul Lafargue, soy muy disciplinado y además el médico me recomienda mantenerme activo intelectualmente, lo cual no deja de ser una ironía, por parte del médico, claro.
La cuestión es que no acababa de decidirme entre dos noticias que ayer llamaron mi atención: ambas me parecían igual de increíbles.
Una de ellas era la que hace referencia al lagrimoso discurso del primer ministro canadiense Justin Troudeau, pidiendo perdón por haberse pintado la cara de negro en una fiesta temática hace dieciocho años. La otra era la que anuncia una nueva legislación en ciernes del Gobierno Vasco en la que, siguiendo recomendaciones de la ONU, obligará a hacer las cocinas más grandes para fomentar la igualdad entre sexos. Al final me he decidido por las “cocinas vascas” porque lo de Troudeau…que quieren que les diga.
Hay que subrayar que la base teórica existe, no crean ustedes que no. Lo estudiábamos en Sociología del Urbanismo: se llama Heterotopía del Espacio, y lo planteó Michel Focault en 1967. De una forma muy básica y seguramente muy elemental, podríamos decir que promueve una mayor heterogeneidad frente a la rigidez de determinados espacios jerarquizados. Pero a mí la noticia me recordó un chiste del inmortal Forges en el que Mariano, vistiéndose un mandil, le gritaba a Concha: “Cariño hoy hago yo la cena ¿Dónde está la cocina?”
Sin embargo, parece mentira, con lo que deben de cobrar los de la ONU, que no sepan que en España, más concretamente en Galicia, los celtas hace ya milenios que importaron el modelo de espacios unifamiliares compartidos y construyeron pallozas. Una palloza es básicamente un espacio circular cercado por un muro de piedra, sin apenas ventanas y techado con paja de centeno. Bajo él convivían generalmente tres generaciones, amén de los animales y todos los enseres que la familia poseyera. Pero sin irnos tan lejos, no hay más que volver la vista a antes de ayer, al entorno de nuestros abuelos en una España todavía rural, (la España vaciada la llaman ahora los progres) para recordar unas cocinas amplias, con los techos muy altos, en las que se reunía toda la familia porque, entre otras cosas, era la única pieza caliente de la casa en invierno. Así era la cocina de la casa de mis abuelos. Los hombres que regresaban de una dura jornada en el campo se sentaban en el escaño y encendían un cigarro de picadura; mientras, las mujeres se afanaban en la preparación de la cena. De vez en cuando, la abuela daba una orden seca: “trae más leña”, o “saca vino”, y mi abuelo o mi tío, se colocaban un tabardo sobre los hombros y salían al corral a por unos troncos de encina o iban a la bodega a llenar una jarra. Horrible ¿no creen?
Luego con la industrialización y las barriadas obreras la heterotopía cambió, y las cocinas disminuyeron de tamaño: mucho, pero seguían reuniendo a toda la familia, y los niños de mi generación merendábamos en ella a la par que hacíamos los deberes y manchábamos la libreta de dulce de membrillo. Pero todavía seguía siendo la pieza más caliente de la casa. Recuerdo a mis padres en interminables partidas de subastao con los vecinos, a las que los niños asistíamos en respetuoso silencio por si las moscas, solo interrumpidas para escuchar el Parte de las nueve. Estremecedor ¿verdad?
Que no les engañen. ¿Saben ustedes quien nos echó de las cocinas?: la televisión. A partir de los sesenta la tele se convirtió en un elemento suntuario, y se colocó en lo que presuntuosamente llamábamos El Comedor, no sé muy bien por qué, ya que realmente comíamos allí un par de veces al año como mucho. La tele hizo que los hombres y los críos se fueran de la cocina y que las mujeres tuvieran que quedarse solas en ella preparando la cena; hizo que los amigos ya no vinieran a jugar al subastao y que los deberes hubiera que ir a hacerlos a la habitación. En ese inmenso tratado de sociología que es la Mafalda de Quino lo dice con toda claridad: “Hoy se descompuso el televisor. Hoy me he dado cuenta de lo aburridos que son mis padres”.
Claro que yo creo que ya metidos en harina, el Gobierno Vasco podría legislar que el espacio que se le dé a la cocina se le quite al dormitorio y las alcobas matrimoniales (no se enfaden: de pareja), fueran más pequeñas, de manera que solo entraran camas de ciento veinte cm. Digo yo que así se follaría más y los vascos, que por cierto tienen la población más envejecida de España, tendrían más niños.
Que se construyan las cocinas más grandes es una buena idea. Que eso vaya a contribuir a la igualdad de sexos es, simplemente, una estupidez.
Por cierto no me resisto a comentar que sé de buena tinta (negra) que Troudeau ha ordenado al Estado Mayor canadiense buscar urgentemente una alternativa que evite que sus soldados se tengan que pintar la cara de negro cuando salen a realizar ejercicios de instrucción nocturna.