Puede parecer banal que después de que hayan muerto 25.000 personas, una de las mayores demandas sociales sea poder ir a la peluquería. Pero si reflexionan ustedes un momento no deja de ser un reflejo bastante real del espejo de una sociedad en la que lo estético tiene una importancia fundamental.
La estética hace ya mucho tiempo que desplazó a la ética en la jerarquía de valores de las sociedades avanzadas. La dialéctica ética-estética se volvió inútil porque la segunda barrió completamente a la primera – al menos en el ámbito público -; incluso la exposición de consideraciones éticas aparece ridícula y fuera de lugar en ocasiones.
Si entendemos que cualquier actividad está condicionada por el hecho de que las personas viven en comunidad, entenderemos también que la estética social impulsa a esa sociedad a buscar elementos de identificación comunes, especialmente en la esfera pública. Como dice Hannah Arendt: “La igualdad que lleva consigo la esfera pública es forzosamente una igualdad de desiguales que necesitan ser “igualados” en ciertos aspectos y para fines específicos.” (La condición humana). ¿Y cómo se logra la igualdad de la que nos habla Arendt? Pues aceptando unas reglas estéticas en las relaciones humanas en las que la “acción” es reemplazada por la “conducta”. La acción es siempre profundamente ética, mientras que la conducta, aunque solo sea por aceptación, es estética. La “acción” es privada, por eso nunca comporta el valor social que le da la “conducta” qué es pública.
Uno de los grandes cambios en esa jerarquía de valores se produce en la Europa del siglo XVI con el arraigo de luteranos y calvinistas. La religión católica había alcanzado unas cotas, inaceptables para ellos, en las que la estética se había impuesto sobre lo que entendían como verdaderos principios morales del Cristianismo. Ambas tendencias (mucho más acusadamente el calvinismo) renuncian a la mayor parte de esa estética religiosa, y establecen, de hecho, una nueva escala de valores en la que la “acción” privada del individuo es tan importante como su “conducta” pública, dotándolo, además, de la capacidad de relacionarse directamente con Dios, en el ámbito privado, sin necesidad de “intermediarios” públicos.
Ese cambio comienza a gestar también lo que dos siglos más tarde se generalizará en el ámbito del mundo laboral. La Edad Moderna transformará definitivamente a la sociedad convirtiéndola en una Sociedad de Trabajadores, donde la estética del trabajo se impondrá definitivamente sobre la ética de la función, convirtiendo a la persona desocupada (o no ocupada al uso) en un parásito social.
De igual manera la asunción de lo que nos resulta más antiestético: la muerte, se convierte en algo inaceptable para el individuo actual. Dice Ortega: “El hombre moderno supedita todo a no perder la vida. La moral de la modernidad ha cultivado una arbitraria sensiblería en virtud de la cual todo era preferible a morir.” (La rebelión de las masas).
Así, el “hombre masa” de Ortega – recordemos que para el filósofo, es masa el que ante un problema cualquiera se contenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza – “arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre el riesgo de ser eliminado.” Se refiere obviamente a una eliminación social.
Por cierto, yo tengo hora para el martes, ¿y usted?